Se
llamaba Upper Atmosphere Reseach
Satellite, pero se componía en boca de todos como UARS. El acrónimo no sólo era cómodo, sino también familiar, y
contenía el rechazo natural hacia los tecnicismos. Constituía en esencia una parte de la artimaña
para lograr que un satélite artificial, concebido dos décadas antes con el fin
de estudiar la entrada y salida de energía en las altas capas de la atmósfera,
se colara en la cotidianeidad: en la conversación del desayuno, convidado a la
mesa por una presentadora de noticias desde el postergado televisor del salón
(daría pie a explicarles a los niños para qué sirve enviar aparatos al
espacio); en debates radiofónicos que anegaban habitáculos de los coches y
autobuses que resollaban en atascos matinales; en los comentarios de la hora
del café, mezclado con los sinsabores y alegrías de los resultados de la jornada
de liga de fútbol, la llegada del otoño o el último descubrimiento culinario en
un restaurante del centro; en periódicos y redes sociales, un verdadero flujo
continuo de datos que informaba en cada momento de las últimas novedades a
millones de personas en todo el mundo. La estrategia propagandística era muy
habitual entonces, cuando los servicios espaciales no eran una necesidad de
primer orden y se consideraba importante mantener el nivel de popularidad; se
trataba de cuidar la opinión pública de cara a justificar la nada despreciable
fracción de los impuestos estatales que se destinaba al programa espacial y los
proyectos de investigación asociados ante un panorama económico mundial cada
vez más negro.
Se
lo llamaba UARS, pues, y se había
filtrado en el día a día de las personas como una preocupación lejana. Desde
Rusia se había dicho que sus restos caerían en el mar de Papúa Nueva Guinea,
pero la NASA no se pronunció hasta que la firma privada
que monitorizaba su recorrido, la Aerospace Corporation, notificó tras dos días de
incertidumbre que el impacto se produciría en la costa de Chile, cerca de las
siete de la tarde según la hora local. El margen de error que se barajaba era
enorme, debido, según se decía, a las fluctuaciones de los vientos solares.
Hasta el momento las cifras habían sido éstas: su masa original alcanzaba cerca
de las seis toneladas, pero la mayor parte de su estructura se desintegraría
durante la reentrada en la atmósfera –un racimo de fragmentos incandescentes,
intrépidos cometas de vida breve que se diluirían como grumos en una suerte de
cascada de ablación-, salvo un puñado de piezas que sobrevivirían al
holocausto; serían del orden de diez o doce, según los informes, y de masas
dispares, entre el medio y los ciento cincuenta kilogramos, los trozos que
lograran caer a la superficie. No había motivo de alarma entre la población,
pues la mayor parte del planeta es agua y la probabilidad de que uno de ellos
alcanzara a una persona ascendía a una entre tres mil doscientas, lo que
arrojaba, según fuentes oficiales, un margen de una posibilidad entre varios
billones (americanos) de que cayera sobre una persona concreta -es decir, tú-. Los
redactores añadían también otros datos de carácter histórico, como que se trataba
del satélite de mayor tamaño que se precipitaba descontroladamente sobre la Tierra desde que el Skylab hiciera lo propio en 1979; al
tiempo que se retomaba la polémica sobre los peligros de la chatarra espacial
localizada en órbitas de baja altura, despertando una vez más el fantasma del
síndrome de Kessel y recordando algunas de las crisis recientes del sector,
como la desafortunada iniciativa llevada
a cabo por China cuando en 2007 sus mandatarios decidieran destruir el satélite
meteorológico Feng Yun 1C con un misil balístico, o
la colisión entre el Iridium 33 y el Cosmos 2251 (dos satélites de
comunicaciones, estadounidense el primero y ruso el segundo) que había tenido
lugar en febrero de 2009.
La
labor de una compañía especializada en desarrollo de software para la seguridad nacional de Estados Unidos, la Analytical Graphics, permitiría seguir en
directo la trayectoria y subiría un vídeo a la red para deleite del aficionado.
El hecho de que emitieran oficialmente la noticia (cuando, en realidad, en la
última década se había registrado la entrada de cantidades de chatarra espacial
comparables a los restos de un satélite aproximadamente con una frecuencia
anual, sin que nadie hubiese puesto el grito en el cielo por no avisar a la
población), se explicaba, según los expertos que salieron al paso, por el
cumplimiento de protocolos recogidos en diversos acuerdos sobre basura
espacial, que obligaban a las agencias a enviar un comunicado si el umbral de
riesgo sobrepasaba cierto límite.
Landy
Moubal, un reputado ingeniero aeronáutico, acudió como invitado a un programa
de debate de la televisión nacional y criticó con dureza lo que ya estaban
denunciando muchos otros en la blogosfera,
en opiniones que salpicaban diferentes artículos en todos los periódicos
nacionales e internacionales, en programas radiofónicos de coloquio, en las
entrevistas de los telediarios: había sido un error y una falta de
responsabilidad gravísima el utilizar las capacidades del satélite hasta el
último momento, sin reservar una pequeña cantidad de combustible para permitir
realizar ciertas maniobras de control durante la reentrada, como solía hacerse
en ese tipo de situaciones. Añadía además una reflexión sobre la cantidad de
riesgo que estarían dispuestas a asumir las autoridades en términos de la
famosa apuesta de Pascal, que ya utilizara el cosmólogo británico Martin Rees
en un contexto muy similar cuando escribiera en 2004 su ensayo acerca de los
posibles riesgos que traerían consigo las nuevas tecnologías. A grandes rasgos,
Blaise Pascal, que utilizó su argumento en una discusión teológica del S.XVII,
planteaba que, suponiendo que la existencia de Dios fuera una cuestión de azar
(dicho con otras palabras, si no se supiera de modo seguro si Dios existe o no
existe), lo más razonable sería aventurar que sí existe, ya que de no hacerlo,
aunque se considerara mínima la probabilidad de su existencia, uno se ganaría a
pulso la condenación eterna si se equivocara. Moubal ya no hablaba del
satélite, sino de escenarios mucho más aterradores, donde la alternativa remota
no era una morada individual en el infierno, sino la muerte de millones de
personas; llegando incluso a conjeturar la desaparición de la humanidad a cargo
de una única decisión tomada por un grupo reducido de personas dispuestas a
asumir un riesgo extremo pero altamente improbable. Su rostro colgaba lejano en
las pantallas de las salas de espera de aeropuertos de todo el globo mientras
miles de personas se preguntaban si la coyuntura afectaría de alguna manera al
esquema de vuelos, vagamente conscientes del riesgo real que corrían en sus
travesías.
Al
igual que los principales referentes bursátiles, el UARS se precipitaba ante la impotente mirada colectiva; su periplo
lo dirigía hacia un aciago final que despertaba gran expectación en todos
aquellos que hallaban en la caída del satélite un riesgo controlado, la
seducción de la preocupación lejana, el regocijo que uno encuentra en todas las
situaciones en las que consigue creer fugazmente que pierde el control, por
otra parte meticulosamente asegurado: simular que anticipa su muerte, una
muerte ficticia y placentera. La ocasión brindaba una satisfacción cómoda y
gratuita para todas las edades, sin requerimientos adicionales, como tener una
buena forma física para agarrarse a los riscos de un acantilado o reunir valor
suficiente para lanzarse de un avión a mil setecientos metros de sobre el nivel
del mar. Uno sólo tenía que sentarse y esperar haciendo cavilaciones, como la
vida misma.
Al
día siguiente la NASA declaró en un
comunicado que el UARS había caído a la Tierra en algún momento
entre las once y veintitrés minutos de la noche y la una y nueve minutos de la
madrugada, según el huso horario de la costa oriental de Norteamérica. También
se precisaba que durante ese intervalo de tiempo el satélite habría pasado
sobre la costa este de África y sobrevolado el océano Índico, y podría haber
cruzado el Pacífico y atravesado Canadá, incluso haber salvado el Atlántico
norte y alcanzado la costa oeste de África. Sucesivos titulares en la red daban
buena cuenta de la situación: “El satélite UARS
podría caer en México este viernes”, “Chile a salvo: el satélite caerá en otra
parte”, “El satélite demoró su caída y podría hacerlo en los Estados Unidos”, “La NASA
confirma la caída del satélite UARS
en la Tierra”,
“El cometa Elenin habría influido en la caída del satélite UARS de la NASA”, “La NASA
desconoce donde cayó el satélite obsoleto”, “El satélite UARS cae sobre el océano Pacífico”, “El UARS cayó frente a la costa oeste de los Estados Unidos”, “La NASA
cree que el satélite UARS se ha
desintegrado sobre Canadá”, “El satélite alemán ROSAT caerá en octubre sin control como el UARS de la NASA”, “Satélite UARS cayó cerca de Calgary, Canadá:
nadie lastimado”.
La
versión oficial sostenía, cuarenta y ocho horas más tarde, que los restos del
satélite –se creían finalmente veintiséis piezas de acero inoxidable, titanio y
berilio- habían caído en el océano Pacífico. La NASA
admitía que no conocía el punto exacto de reentrada y que estaría pendiente de
posibles informes de recuperación que pudieran llegar, para poder verificarlos
y comunicarlos. Aparentemente uno esperaría una decepción generalizada, pero el
UARS desapareció simplemente de las
páginas de sociedad. Se engatusó a los informados con noticias candentes del
momento, revestidas de urgencia y elocuentes palabras que fabricaban su
importancia. En la sociedad del momento, del aquí y del ahora, de la máxima
rentabilidad a corto plazo, en la que todos y cada uno de sus integrantes se
convencían de estar viviendo un momento clave en la historia de la humanidad,
al que asistían –activamente si quisieran- a través de su ventana al mundo
particular; resultaba difícil de imaginar que algo escapara de la atenta mirada
de las autoridades, de las cámaras de seguridad, de los radares, de las
improntas de la red. Las personas fichaban a la hora de entrada y de salida de
sus trabajos; pedían justificantes con la fecha y la hora exacta de su cita
médica o de su examen de derecho romano; en la factura del café figuraba
claramente en qué momento de la mañana se lo tomaban, así como el nombre del
camarero que les había atendido; al igual que en la factura del taxi que habían
cogido desde el aeropuerto, tras bajarse de un vuelo cuyos tiempos podían
monitorizarse a través de la página web de la compañía; los ordenadores dejaban
su firma y el lugar de conexión en cada recodo mientras navegaban libremente
por la red; sus bonos de transporte contenían las horas a las que cruzaban las
barreras de las estaciones, donde sus rostros desfilaban delante de las cámaras
de seguridad conforme sus cuerpos se desplazaran inmóviles, con el avance de
las escaleras mecánicas. Todo quedaba registrado. No dejaba de ser paradójico
que una tonelada de chatarra cayera del cielo dejando un rastro unívoco de
estelas rutilantes y no fuera vista por nadie. Pero podía ocurrir. Por
increíble que pareciese, el satélite UARS,
la estrella que había atraído las miradas de todo un mundo, cayó en la más absoluta
soledad; su espectáculo de luces, su promesa de riesgo inofensivo, se perdieron
en el fondo del océano, olvidados en silencio. Como todos sabemos, la
enfermedad no aparecería hasta cuatro meses después.
Elizabeth
Kohl, de cuarenta y ocho años y nacionalidad alemana, fue considerada durante
las primeras semanas como el caso primario. Su marido y sus dos hijos tardaron
varios días en notar los síntomas.
-Lisa
siempre ha sido de carácter muy melancólico –comentó Helmuth, el marido, en una
audiencia a puerta cerrada a los pocos días de que trascendiera la noticia-.
Últimamente las cosas no iban muy bien en casa y no se hablaba mucho. Los críos
están en esa época… ya me entendéis, se desinteresan por todo; están
enfrascados en ordenadores y videojuegos. Yo suelo llegar a casa más tarde que
ella… Me asusté mucho cuando recibimos la llamada de un compañero de oficina
preocupado por si estaba enferma. Al parecer llevaba dos días sin aparecer por
el trabajo. En cuanto colgué la busqué furioso por toda la casa, sabe Dios lo
que pensé. Estaba muy alterado. Y entonces fue cuando la vi a través de la
ventana de la cocina, sentada en el jardín con la mirada perdida en el cielo.
A
los pocos días, el propio Helmuth cayó enfermo junto a su mujer. Gerard, el
mayor de los dos hijos, comentó que no había visto antes a sus padres juntos
mirando las estrellas.
Para
ser justos –y tendrá importancia en la secuencia de acontecimientos- he de
decir que la NASA hizo público un informe tres días después de
la reentrada en el que aseguraba que, de acuerdo con los datos del Centro de
Operaciones Espaciales de la base Vandenberg de la Fuerza Aérea en
California, el satélite había penetrado en la atmósfera a las doce y un minuto
sobre el océano Pacífico. Concretamente, a catorce coma un grados latitud sur,
ciento ochenta y nueve coma ocho grados longitud este. Sin embargo, ya relegada
de las portadas, pocos ojos se posaron sobre la noticia.