Dijeron en la Tierra que Schiaparelli se
había estrellado. La sonda, habiéndose desprendido previamente del orbitador,
habría de salvar en solitario la distancia que la separaba de Marte, penetrar
en la atmósfera a veintiún mil kilómetros por hora, activar un complejo sistema
de frenado y posarse en la superficie como una pluma. Una caída que se habría
prolongado durante seis minutos de incertidumbre. Sin embargo, tanto las observaciones
de radio tomadas desde tierra, como las recogidas por las sondas en órbita
marciana, confirmaron que Schiaparelli había enmudecido poco antes del momento
en que debía haber aterrizado. Lo achacaron a un error informático: los
propulsores de hidracina se encendieron solo durante una décima parte del
tiempo previsto y la sonda se precipitó al suelo a gran velocidad.
Esa fue, de manera resumida, la versión
que figuró en los periódicos y, en parte, se justifica porque en el planeta
vecino era virtualmente imposible que conocieran la existencia de Lelm. Justo al
contrario de lo que ocurría entre los niños de las tribus de Meridiani Planum,
donde su fama de cazador de cometas había trascendido los límites del grupo de
aficionados. Su destreza era tal que le había brindado la admiración de algunos
adultos; pues en un par de ocasiones, le gustaba recordar siempre, los
venerables habían condescendido a abandonar su actividad meditativa para agraciarlo
con su interés. Y no se podía imaginar reconocimiento mayor, salvo el de su
incondicional cuadrilla.
Quedaban en espacios abiertos. Desde
hacía un tiempo, formaba parte de la rutina de todos: Lelm y sus compañeros
caminaban un buen rato por la llanura, llevaban los equipos, limpiaban el polvo
de sus componentes y los montaban in situ.
No admitía ninguna duda, algunas cometas eran auténticas maravillas. Arnil,
irrefutable talento de la ingeniería, ayudaba a los demás con pequeños ajustes
y mejoras. Naturalmente, su criatura maniobraba como un ángel pese al
enrarecido aire marciano; era mágica. Por su parte, la habilidad de Lelm giraba
en torno al cañón. Era capaz de amartillarlo con una rapidez insólita y
alcanzar a cualquier máquina en pleno vuelo.
Entre todos perfeccionaban los aparatos
día a día. Lelm era la prueba de fuego de cualquier constructor de cometas y no
era raro que algún aficionado se acercara desde otras regiones, cansado de la
ineptitud de los tiradores locales, para poner a prueba su competencia. Por
eso, cuando vieron el destello en el cielo, no les pilló de sorpresa; salvo por
el hecho de que el objeto que se presentó fue la cometa más portentosa que
habían tenido ocasión de ver. Hasta Arnil pareció conmovido, volaba demasiado
alto para su gusto.
—Prueba con éste, seguro que también puedes
derribarlo —le dijo.
Pero Lelm no había perdido el tiempo y ya
lo había centrado en su mirilla. El estruendo ahogó el desafío de Arnil, que
vio cómo el artefacto, tras sofocar sus luces, parecía perder la vida y se
abandonaba en caída libre.
No habían llegado a la aldea con mayor
entusiasmo. Arnil desataba un torrente de ideas sobre los demás, se pasó el
camino de vuelta sugiriendo modificaciones a las cometas para que alcanzaran
mayor altura. En particular, aunque aún no sabía muy bien cómo utilizarlo, le
había gustado la idea de atar una tela enorme en algún punto del chasis; había
supuesto que serviría para recoger el aire y lograr que el aparato planeara.
Entretanto, Schiaparelli, ya olvidado, soñaba en el
lecho del canal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario