lunes, septiembre 01, 2008

El encuentro.

-¡Han de tener más cuidado! –gritó con severidad-. ¡Podrían colisionar con nosotros!


Vamos a continuar con los comentarios de los libros de la saga de los Heechee de Frederik Pohl. En entradas anteriores había comentado mis impresiones tanto acerca del clásico Pórtico, como de su continuación Tras el incierto horizonte. Hoy le toca el turno a la tercera entrega: El encuentro. Me veo obligado a advertir a los incautos que -aún temiendo encontrarse con cuestiones relevantes de la trama- sigan leyendo, lo hagan bajo su exclusiva responsabilidad.


La acción nos llega contada desde un narrador un tanto peculiar. Nos parece omnisciente aunque no deja de recordarnos su personificación en el protagonista de la saga, Robinette Broadhead, a través tanto de la primera persona como de diversas alusiones a sus intimidades. Aunque se conserva la tendencia a incluir recuadros con textos complementarios a la trama, en este volumen se limitan exclusivamente a aclaraciones ofrecidas por el programa asesor científico de Robin, Albert Einstein.


La trama trascurre años después de los acontecimientos descritos en la segunda entrega. La humanidad ha establecido varias colonias en otras Tierras de nuestra galaxia, que se ofrecen como la esperada solución al problema de superpoblación del planeta natal. Robin dispone de una nave para transportar colonos al planeta Peggys, pero el esfuerzo resulta insuficiente. Las tensiones internacionales se incrementan por momentos y afloran grupos terroristas que siembran el miedo entre las facciones.


El Robinette frustrado, contrariado e irónicamente afortunado había muerto con Pórtico. Tan sólo perduró parte de su sentimiento de culpabilidad, que se intentará explotar con los recuerdos de Klara y la posibilidad de su vuelta.

En esta tercera novela han muerto muchas cosas más que asociaba a la esencia de la saga.


La incertidumbre de aquellos primeros prospectores, que salían a ciegas, desconocedores de su destino, en naves creadas por inteligencias abrumadoramente superiores -que se quedaba en una triste escena en la segunda entrega-; desaparece completamente en la presente. Los seres humanos saben manejar las naves Heechee, pueden guiarlas a voluntad y comprenden casi todos los símbolos en las cartas de navegación. Aunque siguen cometiendo locuras, como inspeccionar agujeros negros.


Uno de los mejores efectos que conseguían las entregas anteriores era la irritante combinación de miedo y curiosidad que despertaban los Heechees en la humanidad, y cómo eso se reflejaba tanto individualmente como en toda la sociedad. Pohl también intenta explotar este aspecto ahora, pero el resultado se mitiga en cuanto hace aparecer a los propios Heechees en la trama. Toda esa psicología se desmorona al abandonar en la práctica el punto de vista antropocéntrico, para el que la misteriosa desaparición de los Heechees suponía una inquietante bendición. Sabían que estaban ahí, en alguna parte. Podían creer en ellos –tenían restos de su civilización-, pero no se habían visto nunca. Aunque Pohl no cae en el error de describir los Heechees demasiado humanos, tampoco los hace demasiado distintos. Para escribir desde el punto de vista de un alienígena tienes que trascribir todas sus ideas a conceptos humanos, y eso le resta inevitablemente credibilidad y –quizá- un poco de seriedad. Sabía que tarde o temprano tendrían que aparecer –o no, podría haber sido mejor- pero resulta desencantador.


Aunque Pohl siga en su línea de mostrar nociones de astrofísica e ideas compatibles con la ciencia real –véase el acelerador Loftstrom-, acaba por meterse en terrenos pantanosos en pos de la pretensión. Y, pese a todo –puede que lo diga con el regocijo que sucede a la travesura-, me gusta. No he leído nada del género que aproveche de forma tan singular los conceptos de Cosmología, hasta el punto de concebir que una raza inteligente llegue a modificar el Universo mismo, aunque para ello tuviera que rehacerlo de nuevo.


Ya veis que no todo son críticas. La novela está bien llevada en todo momento y me gusta el estilo. Te engancha condenadamente, en especial en algunos momentos en que la vida de Robin parece sucumbir de nuevo a las irónicas jugarretas del destino. También se hace una reflexión sobre la existencia electrónica, lo humano de los programas. Hasta un guiño a 2001, una odisea espacial. Y decir que me ha gustado cómo lleva el choque cultural, ya al final de la novela.

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