Me habían advertido sobre el café. Como uno no escarmienta en barbas ajenas, he pedido uno después de comer. Después de todo, estaba en un restaurante italiano. Los italianos siempre alardean de su café. En esta ocasión, ni siquiera su buen hacer pudo evitar el desastre. Huele como a café, pero tiene un sabor peculiar, salado y desagradable. Pero aún cuando mostré mi primera mueca supe que consumiría varios litros de aquel caldo durante los dos meses y medio que duraría mi estancia. El café no es la única víctima de las propiedades del agua corriente de las islas. Mi piel huele diferente tras la ducha de esta mañana. Me recuerda al olor del bronceador, al olor del verano.
Me desperté a media mañana. La luz entraba a través de la ventana del baño y cobraba forma de prisma en la esquina superior de la puerta entreabierta. Me quedé un rato tumbado, escuchando el trinar de los pájaros, saboreando la tranquilidad. Se oía el agua de la ducha de uno de mis vecinos. Era fácil cerrar los ojos y mezclarlo todo con el recuerdo de la vegetación que había detrás de la persiana –arbustos y palmeras- para imaginar aves exóticas volando entre las ramas, bebiendo la humedad recogida en los nervios de hojas del tamaño de un automóvil.
Hoy era día de reconocimiento. De establecer mi posición y la posición de los principales lugares a los que acudiré en lo sucesivo: el Instituto, el centro de La Laguna, la parada de guaguas. Descubrí que el sitio donde me procuré la cena ayer no era La Laguna propiamente dicha, sino Finca España. Veo el mar desde algunos puntos abiertos, y parece subir más allá de lo que el horizonte permitiría. Al principio me llamó, el viento ladeaba las palmeras más altas y traía consigo cantos de sirenas. Sabía que era el sentido equivocado, que debería dirigirme hacia el interior, pero caminé un rato sin rumbo, de cara al mar. Pasé por un barrio de las afueras, algunas parcelas parecían llevar varios años vacías, abandonadas sin más ante el avance de la maleza, los efectos del salitre y las inclemencias atmosféricas. Algunos jóvenes habían utilizado sus muros como lienzos. Un dragón verde rodeaba unas iniciales que parecían salir de los bloques de hormigón. Más allá, una mano más humilde había reproducido los manidos versos: Podrán arrancar las flores, pero no podrán detener la primavera.
Cuando alcancé las calles del centro de La Laguna, quise perderme en ellas. Recorrí varias manzanas a paso ligero, girando aleatoriamente. Luego seguí caminando, más despacio, abstrayéndome, pensando en lo extrañas que parecían las casas, de apenas cuatro plantas y muchas de ellas sin tejado, que recordaban remotamente a la arquitectura morisca; en lo peculiares que resultaban las calles, tan largas y rectas, confinadas entre edificios tan bajos. Logré la sensación, pero apenas lo conseguí. Con esa disposición en cuadrícula, enseguida encontraba referencias.
Volviendo a la residencia me subí a la azotea del museo de la Ciencia y el Cosmos. Es un lugar sensacional desde donde, contemplar el contraste entre las casas, el mar y las montañas, hacía detenerse al tiempo. Desde allí advertí por primera vez la silueta que se recortaba sobre el horizonte, difuminada por la neblina. Parece otra isla, Gran Canaria quizá, si no parte de la misma Tenerife. Todavía no me he acostumbrado a las dimensiones de la isla. Cuando te cansas de mirar a lo lejos te recreas en la antena que han montado en la misma plaza y en el singular efecto que supone su presencia sobre el resto de elementos del paisaje, ya de por sí variados. En el interior de la parabólica han dibujado un mapa de la Luna. Si la iluminaran por la noche, La Laguna podría llegar a tener dos lunas.
Al regresar a la habitación el cansancio me invadió. No era la falta de sueño lo que acusaba en esta ocasión. Los instantes fueron sucediéndose sin medida, acumulándose, compactándose, y ahora ese bloque recaía sobre mí con todo su peso. Es imposible, inconcebible, pero estoy en el archipiélago canario, en la placa continental africana. Llegué volando desde Madrid, como un ave migratoria en fechas equivocadas, volando durante casi tres horas. Estoy en un sitio totalmente nuevo para mí, donde no conozco a nadie. Y no puedo pasar por alto la idea de que, si de repente desapareciera, nadie se daría cuenta.
Me había tumbado sobre la cama, asombrándome de lo que ocurría, abandonándome a la futilidad, cuando mi teléfono móvil comenzó a volverse loco en todo el espectro de los sentidos. Sonaba, se iluminaba y vibraba al mismo tiempo. En la pantalla aparecía el nombre de S. Quería saber cómo estaba, cuándo había llegado, qué estaba haciendo allí. Después de todo, alguien se daría cuenta. Apenas nos oíamos, porque la cobertura dentro del edificio es muy mala, y finalmente se cortó. Decidí salir fuera para llamarlo. Me puse la chaqueta, cogí las llaves y me lancé al pasillo. Al salir del edificio casi tropiezo con dos chicos. Me saludaron y me miraron con curiosidad. Uno de ellos me preguntó si era nuevo. Al parecer, aquí todos se conocen. Aproveché la coyuntura para preguntarles sobre el transporte, la comida y la WI-FI. El primero no parecía un problema, había una guagua universitaria. El comedor llevaba años cerrado y parecía estar bien así, a juzgar por cómo lo recordaba uno de los chicos. Para navegar por Internet había que entrar en el edificio de servicios comunes. La gente, además, parecía moverse bastante. Tenían programada una excursión al Teide, y por lo visto realizaban acampadas periódicas por distintos lugares de la isla. Adivinaron mi acento a la primera: eres asturiano. Uno siente un extraño regocijo al ser identificado desde tan lejos.
3 comentarios:
Qué manera tan gratificante de hacer balance y recordar. Quizá deberíamos hacerlo más a menudo; es curioso plasmar las primeras impresiones en un papel y leerlas después.
Que bonito, buen resumen de los primeros momentos allí :D
@Carolina: Resulta más divertido de lo que parece. Es una lástima no ser más disciplinado para escribir...
@Cristina: Me alegro de que te haya gustado.
¡Gracias a las dos por comentar! :)
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