martes, septiembre 08, 2009

Patricia.

Levantó las persianas y entraron sin preaviso los rayos del Sol ascendente de las once de la mañana. Se sintió agradablemente ofendida por su descaro cuando la abrazaron y le arrancaron una sonrisa sin su consentimiento. Patricia recibió el cálido gesto como una premonición, porque se había levantado eufórica. Su mente adoptaba un estado receptivo que debía explotar para avanzar su novela. Hay que aprovechar cada uno de esos momentos como si fuera el último porque, de hecho, podría ser el último. Hemos de aprender a reconocerlos, exprimirlos e inmortalizarlos sobre el papel; aunque en realidad sólo obtengamos una burda proyección de nuestra palpitación. Al escribir estamos haciéndolos nuestros, como al respirar una bocanada de aire, o al cazar una mariposa con la red y ponerle nombre antes de soltarla. Sus propias palabras la alentaban, como esperaba que alentaran a sus alumnos del taller de escritura, pero sabía que estaban vacías. Corrió a abrir todas las ventanas y quedó satisfecha cuando una leve corriente agitó las minúsculas partículas doradas que nadaban en el aire. Porque, como decía su sobrino, era evidente que los rayos del Sol estaban hechos de polvo. Hechos de polvo, al igual que nosotros. Pero Patricia apartó la sombra con un vaso de leche. Llenó la habitación con La Primavera de Vivaldi y se sentó delante de su portátil. Raúl estaba en un momento difícil. Tenía que elegir entre irse a vivir a Viena con la que creía que era la mujer de su vida, a la que no veía en el último año, o disfrutar de la comodidad de su entorno, las ventajas de su buhardilla de soltero y el rumor de las olas al atardecer. Su curso era el errático vaivén de la pluma suspendida por el viento vigoroso de la juventud. En su mundo podía hacer cualquier cosa: las consecuencias no han adquirido la calidad definitiva, porque es inmortal. Patricia sabía que nadie puede admitir realmente su propia mortalidad y quería reflejarlo en su personaje. Desde luego que sabemos, pero la mente de las personas no está preparada para procesar su propia finitud. Cuando nos vemos inmersos en situaciones explícitas, cuando la realidad no se deja negar, experimentamos verdadero pánico. En la práctica, todos somos inmortales. Probablemente Raúl se iría a Viena, pero no espoleado por la urgencia, sino amparado en la garantía.

Entonces sonó el teléfono y Raúl tuvo que esperar en pleno momento de indecisión. Patricia no acostumbraba a recibir llamadas los sábados y, muy en el fondo, no se sorprendió al oír la voz de Jorge en el auricular.

-Hola, Patricia. Posiblemente merezca que me cuelgues, pero sólo te pido un momento –Jorge continuó, alentado por el silencio beligerante-. Sé que ha pasado mucho tiempo.

-Mucho –sentenció ella.

-Sí… lo sé. Creo que tengo que aclarar muchas cosas –esperó inútilmente durante unos segundos-. Quiero aclararlas. De verdad. Podríamos quedar esta tarde, si quieres, tomar un café por el centro…

Y ella, que ya había digerido ese episodio, que lo había archivado y colocado en la repisa correspondiente, interrumpió.

-No.

Se oyó un único y sonoro no, lanzado como se lanza una piedra a un estanque, que vibró por toda la casa durante un larguísimo instante. Pero en su cabeza lo repitió una infinidad de veces. No, no, no, no, y mil veces no. No... Por un instante al otro lado del teléfono se oyó sólo estática.

-¿Estás segura? –Otra pausa retórica- Piénsatelo, por favor. Te llamaré mañana.

-No te molestes.

Colgó. Y se sintió como si hubiese liberado a todos los perros del infierno. Apoyó la espalda contra la pared y se relajó el cuello con un suspiro, preguntándose por qué la gente se complicaba tanto la vida. Pero tenía la respuesta: Porque son inmortales.

3 comentarios:

Álvaro dijo...

Qué suerte tiene Raúl. Sale ganando en esta historia.

Kementari dijo...

Leyendo las reflexiones de "Raúl" sobre la percepción de la mortalidad, he tratado de recordar la sensación que se experimenta la primera vez que entiendes que tú también te vas a morir; no tengo la certeza, pero la sensación es de que pensé que todo era una inmensa estafa y no comprendía para qué me habían traido al mundo.

La verdad, sin embargo, es que somos inmortales: como piensa "Raúl", no podemos medir, aceptar ni comprender nuestra mortalidad. Si por un sólo instante nuestra mente abarcara el concepto, nos acurrucaríamos en un rincón temblando de pavor; y aún así a ratos, cuando estamos desprevenidos en esos desvelos repentinos de las cuatro de la mañana, entrevemos... y un sudor frío nos recorre la espalda.

Hay gente que afirma que no tiene miedo a morir: el tiempo me ha mostrado que suele ser gente que no ha tenido muertes cercanas, personas jóvenes cuya experiencia con la mortalidad se reduce tal vez a un abuelo que murió siendo ellos niños o un primo lejano del que nada recuerdan. Dudo que nadie que haya visto morir a otra persona pueda seguir pensando de la misma manera.

Si uno se acuesta en su cama y piensa en el inexorable momento en que los graves fallos orgánicos harán que la sangre huya de la piel para intentar dar vida a los órganos internos; en que la respiración será angustiosa y superficial, tratando de introducir en los pulmones un aire que ya no cumplirá su función; para pasar luego a ser lenta, muy lenta, tal vez una a los dos minutos mientras se va perdiendo la conciencia de todo, el habla, la vista, el oido (que es lo último en perderse) y que finalmente habrá un último latido no sin antes perder el control de los esfínteres... pues como que no.
No. No podemos pensar en eso, ni aceptarlo, ni creerlo. Eso le pasa a los demás, especialmente a los ancianos. Nosotros somos demasiado valiosos, importantes, tenemos vida interior, amores, desamores, odios, fanatismos, vicios, recuerdos... somos inmortales.

La mente no puede aceptar la nada. Vagamente podemos entender que antes de existir, hubo un mundo; pero es inaceptable pensar en que estaremos muertos y la gente reirá, cantará, amará y guerreará y será como si nunca hubiéramos existido; como dice Bilbo, existirá "un mundo con una primavera que yo no pueda mirar".

Leralion dijo...

A veces sí que lo pienso en la cama antes de dormir. Me permito elucubrar y adentrarme en lo que parece una pesadilla controlada, hasta que me digo el: "como que no" e intento -lo logro, de hecho- dormirme.