miércoles, julio 16, 2008

El poder de la música. (2005)

—Carlos, Carlos, Carlos… me gustaría poder ayudarte.

Carlos se alejaba cabizbajo del banco desde el que Bernardo continuaba observándole.

La melodía se derramaba en todas las direcciones. La música que cambia la realidad de una forma imperceptible, la música que hace de un lugar todas aquellas cosas que llega a evocar. El sonido de la flauta era la voz de los árboles, el susurro de las hojas, el resonar ahogado de los cascos en el humus. Y el jinete, apoyado en las raíces del roble más sabio del claro, respiraba aquel viento purificador. Una corriente que arrastraba todo cuanto había amado, esperando ser barrido con todo.

Un día aquel torrente, tanto o más vivaz que su corazón, había acarreado nubes de semillas diminutas, fugaces, tenues envoltorios portadores de vida a los que había menospreciado. El jinete renegaba de la vida porque no conocía la vida.

De vuelta a casa, Carlos deslizaba sus dedos por las fachadas. Una manera de asirse al mundo sin elevarse hasta su concepción. No disponía de vocablo para alguien que encontraba belleza en todo su entorno, alguien que se veía a sí mismo como un elemento perturbador de esa naturaleza tan salvaje y cautivadora. La mano pagana cerniéndose sobre el cáliz de néctar y unos tímidos labios hambrientos. Un extraño en toda regla.

De vuelta al bosque, de vuelta a la música, al frenesí de esa naturaleza salvaje. A los millares de granos viajando sin rumbo. A la mágica casualidad. Sin saber muy bien cómo, aquella semilla estaba en su mano cuando la abrió. Venció a su curiosidad para lograr ver más allá, como una frontera, el concepto reemplazando al impulso. Y vio. Vio todo aquello que su razón había exiliado en aquel mundo sonoro. Y vivió, vivió más vivo que nunca. Hasta que su semilla se perdió, arrugada, errante en su camino cual poeta despechado.

Carlos guardó cuidadosamente su flauta en el estuche, y lo lanzó cuán lejos pudo a través de la ventana. Había aprendido a vivir, padeciendo el dolor del que tanto se había guarecido. Tenía una meta, tenía un solo mundo. Salió de su casa con paso decidido y de un brinco agarró las riendas de su caballo. La brisa en la cara, el trotar reiterado por el bosque.


1 comentario:

Anónimo dijo...

:_) qué bonico...

Y felices vacaciones ;-)