martes, abril 08, 2008

II

Si había algo en el mundo por lo que Batt se volviera loco eso eran las mujeres. Y a ellas parecía pasarles lo mismo con él. Pese a ser joven todavía, pues tendría media docena de cielos más que Dampin, ninguna fémina había conseguido cautivarlo hasta el punto de atarlo. Con Sambra debía de llevar poco más de dos ciclos, aunque ya había protagonizado varios idilios con la muchacha. Era, posiblemente, la que se llevaba la palma en cuanto a duración, si contamos todos los periodos que habían estado juntos. Y cuando Batt volvía era por algo.

Mucho se había rumoreado acerca del muchacho mujeriego pero, tras considerarlo caso perdido, los chismes se centraron sobre la figura baja y sinuosa de Sambra. Sus cabellos blancos la delataban como perteneciente a una estirpe en decadencia, nada que ver con las canas que lucía, por ejemplo, la anciana Nazarta. Algunos acusaban al inusual color de tender una red sobre el apuesto joven, como los hilos de la tela de una araña atrapan a sus presas. Otros se conformaban con los conjuros amorosos que, afirmaban, la gente de esa índole dominaba en su favor.

Sea como fuere, Batt se mostraba encantado aquel ciclo, caminando junto a Sambra por las inmediaciones de la muralla. Sobre ésta, miembros de la guardia haciendo su turno. La muchacha desbordaba de alegría, contaba, más interpretaba, un cuento muy antiguo; transmitido de padres a hijos según decía. Uno de esos que habla de las maravillas de un mundo, antaño, de seres divinos. De luz. A Batt le agradaban esas cosas, se consolaba en aquellas exóticas ideas de las leyendas. Y Sambra parecía una fuente ilimitada de ellas.


Y entonces la dama se dirigió al caballero con paso reverencial. Consciente de la suma tristeza de la que era víctima tras la muerte de su unicornio, éste la abrazó. Aún tenía sangre de demonio en su armadura, mas no importó a la dama, pues sabía que había sido derramada por ella.

Estaba realmente ensimismado en la historia. El juego de tonos en la voz de Sambra permitía empatizar fácilmente con los personajes. Su mirada, aportaba el toque siniestro o brillante que la escena requiriera. A decir verdad, no interpretaba nada mal. De hecho, Batt sabía que habría podido dedicarse a contar cuentos en el Parque de la Esperanza, de no ser por su espíritu aventurero. El color de su pelo tan sólo supondría algún comentario por lo bajo en un principio, con su habilidad podría ganarse al público en pocos días. Mis historias son para ti –Le comentaba cuando se tocaba el tema. Y Batt, que creía conocerla a fondo, estaba seguro de que le aterrorizaría la rutina. Un ciclo tras otro, consagrados a divulgar leyendas. Un recuerdo fugaz, aquella ocasión en que, frente a su padre, había oído algo acerca de los Pelo Blanco: Son una raza muy antigua. Y casi lo más importante, recuerdan el tiempo que dejaron atrás. Pero ten cuidado, hijo mío, son gente desconfiada que se repliegan en sí mismos a toda costa. A divulgar las leyendas de su familia.

Intentó ahogar lo que le había parecido un sacrilegio en el torbellino que le entraba por la vista. Sambra interpretaba entonces con gracia una danza de celebración. Giros, saltos acompañados por movimientos ensayados de brazos y el bailar de sus pechos redondeados, cuya forma dejaba entrever aquella ajustada prenda de nylon de color amarillo. El amarillo, al igual que el rojo fuerte, eran colores habituales en la ropa de los lugareños. Se decía de un tipo de dragón incapaz a distinguir los tonos cálidos, además de resultar útil para ser reconocido en las tinieblas. Batt estaba seguro de que el pelo blanco haría las labores por la ropa vistosa y, por supuesto, era sumamente improbable la presencia de un dragón en el poblado.

La historia llegaba a su fin, y se negaba a perdérsela.


La dama, recogiendo la cola del vestido junto a la paja nupcial, le confesó a su entonces ya marido aquello que le había dicho el Ave Divina:

“Algún día, cuando todo parezca perdido, dos facciones opuestas unirán sus fuerzas, y el mundo respirará aliviado.”


—Muy onírico —contestó al tiempo que se acercaba a recompensarla con un beso.

Sambra, fingiendo sentirse ofendida, se apartó y esbozó una sonrisa juguetona. Tomó al chico de la mano y lo hizo correr entre risas un buen trecho. Hasta el nacimiento del río en el Monte de la Plata. Según dicen, debe su nombre al color plateado que cobra el agua en esa zona, pero casi nadie en la época lo había comprobado. Se consideraba un lugar embrujado por los Pelo Blanco, y por ello se hablaba de él con respeto, casi con temor, y se evitaba frecuentarlo. Era su paraíso particular, donde vivía Sambra, totalmente sola. Y, naturalmente, eso también se sabía. Batt no habría puesto jamás los pies allí de no ser por la chica. Recordaba la primera vez que había estado allí, el dulce sabor de lo prohibido y la amargura de los remordimientos que le atormentaron durante los ciclos posteriores. Era en situaciones como aquella, en las que reconocía que las mujeres le perdían, pues su conciencia pronto se inmunizó y no tardó en reincidir en su pecado.

En verdad, era un lugar hermoso. Ellos sabían lo que la gente se perdía al no trepar por las rocas que flanqueaban la cascada. Una vez arriba, se quitaban las alpargatas para meterse en el agua, luchaban contra una brava corriente hasta entrar en la caverna. Una cavidad en la roca suponía los primeros metros del río. El agua salía en un fiero torrente entre dos rocas de la pared, formando lo que podría llamarse un pequeño lago. El cauce, un claro ejemplo de erosión, guiaba la corriente por el centro, dejando a ambos lados una pequeña extensión rocosa. Allí, entre las piedras, disponía Sambra su refugio, su paja y su círculo preventivo para la hoguera.

Se sentaron en silencio sobre el montón donde dormía, y Batt sintió una vez más esa punzada de felicidad de la que siempre era víctima. Ese rayo de esperanza, ese reducto de luz en un mundo de sombras. Todas las rocas estaban salpicadas por pintas luminosas, un mineral al parecer nada común. Los rayos se refractaban por las paredes, dispersándose en siete colores; y se reflejaban en el agua, iluminando como haría un fondo cubierto de perlas.

—Seguro que este sitio es un almacén de estrellas.

—No deja de sorprender, ¿verdad?

Esta vez fue ella la que atacó con un beso. Batt, sin ofrecer resistencia, se dejó caer sobre la paja.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me gustaría visitar un almacén de estrellas ;p

veo que la historia continua, bien bien..