Abrazaba mi mochila bajo el manto gris de noviembre. Las casas se desparramaban por el rabillo del ojo, confundiéndose con los reflejos del cristal. Algunas personas caminaban por las calles y no parecían especialmente alegres. Casi sentí curiosidad por el lugar, aquella molesta parada que siempre retrasaba mi llegada al aeropuerto. No tenía prisa esta vez, Barcelona no se movería de su sitio por mucho tiempo y el avión no despegaría hasta dos horas después. De repente me di cuenta de que había olvidado meter una toalla. Reparé en la mochila, que iba medio vacía y parecía un poco sucia. Silenciosa entre mis piernas se me ocurrió que pudiera estar cansada. Durante los últimos dos meses la he llevado a la espalda casi a diario. Durante los últimos siete u ocho años me ha hecho un servicio inestimable. Nadie imaginaba el día que la compré por menos de veinte euros en Oviedo que se convertiría en mi inseparable compañera de fatigas; que sufriría tirones, la lluvia, sobrepeso, el persistente asedio de la arena, las olas de calor, el humo de los bares –cuando aún se podía fumar-, partidas inesperadas, el polvo del camino, un sinfín de madrugones, sin lanzar apenas el más modesto de los quejidos cuando la levantaba del suelo, o la llenaba precipitadamente, o la dejaba caer contra la firmeza de un asiento de autobús; que llevaría ropa, libros, ordenadores portátiles o comida, sin el más mínimo remilgo; que vigilaría mi espalda en Varsovia, en Madrid, en Londres, en Ginebra, en Ámsterdam, en Praga, en Bratislava, en Valencia, en Budapest, en Granada o en Berlín; que sería mi concha en interraíles, mi almohada de aeropuertos, mi avituallamiento en la montaña; que sostendría toallas mientras se secaran, que estrecharía con fuerza mi saco de dormir cuando no me hiciese falta; que esperaría resignada en la playa cuando me zambullera en los tirabuzones del mar; que regatearía conmigo en los mercadillos de la India; que subiría en mis hombros al púlpito de los fiordos; que no renunciaría, ni en el túnel de un acelerador de partículas, ni en el cráter de un volcán a más de tres mil setecientos metros de altitud; que exploraría conmigo Marte Verde. Que conocería mi fatiga y mi interés, todas las fronteras, el entramado de calles de las ciudades; todos los regalos, los dormitorios, las compañías. Que se convertiría, en definitiva, en mi cómplice leal, en mi incondicional.
7 comentarios:
¡Espero que la hayas lavado alguna vez! :-)
me encantó el texto, todo menos lo de marte, queda muy colgad...muy forzado. pero toda la reflexión de la mochila es muy buena.
Me ha gustado esta entrada, más personal.
Feliz martes!
@Sufur: Qué remedio, el olor a calcetines sucios sería ya insoportable. :)
@May: Quizá se arregle un poco si comento que con Marte Verde me refiero aquí al Parque Nacional del Teide. Son de allí las fotos de "Marte" que aparecen en el enlace, y también la de esta entrada.
@Aida: Muchas gracias, ¡lo mismo te digo!
Guau! Me he sentido tan identificada (si yo fuera mi mochila, quiero decir...) Mi mochila y yo somos una, a veces cuando decido q para ir a clase llevaré bolso, hasta la miro con pena!
No se tú, pero yo cada vez que viajo con ella (q es siempre!) a un sitio nuevo, le pongo un parche, un pin, un algo...cualquier cosa q identifique el país...y está llenísima! (puedes leer sobre ello en un de mi post, vijar, creo) Ya empieza a tener agujerillos y me da miedo pensar en el día que la tenga que cambiar por otra... ay!
Y por cierto, las mochilas...no se lavan! que pierden la esencia! Son como las converse!
P. http://brujuladechocolates.blogspot.com
Y por cierto 2: me acabo de dar cuenta q no te seguía... pero a partir de ahora ya sí :)
P. http://brujuladechocolates.blogspot.com
Me has recordado a Lara Croft y su inolvidable mochila. Esto es más elogio de lo que puedes imaginar, joven padawan.
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