martes, octubre 04, 2011

Una de vampiros.

El texto que traigo hoy aquí fue escrito hace años a raíz de lo que se convirtió en una inolvidable partida de rol de Vampiro. El argumento es, por tanto, producto exclusivo de la mente de Kementari, nuestra inestimable Master; quien recordará la historia que empieza en estos párrafos con tanta inclinación como yo. Os dejo con El abrazo de Michel.



Michel disfrutaba con su trabajo, era una persona a la que le apasionaba penetrar en las más oscuras obsesiones de la mente humana. Todo se reducía a obsesiones, en mayor o menor grado. Lo comprobaba día a día con sus pacientes, la mayoría más parecidos de lo que ellos sospecharían jamás. Por ello, los años de experiencia habían permitido a Michel clasificar a cada individuo en un intrincado esquema mental y sentía cada vez más curiosidad por intentar situar a los grandes personajes, tanto reales como de la literatura. Habría pagado por tener sentada en el sillón a gente como Jack, el destripador; o el conde Drácula. Unos meses atrás Michel había recibido una noticia extraordinaria: iba a ser padre. Qué mejor manera de analizar la mente humana desde sus inicios. Se sentía muy ilusionado. Pero aún así, Vanessa, su mujer, que siempre había sido una excelente compañera, se había retraído en sí misma durante su embarazo. Se negaba a practicar relaciones y se mostraba muy distante. Por eso Michel no hizo mucho por reprimir sus instintos cuando la joven Julie, que ejercía de enfermera en el sanatorio Roissy donde ambos trabajaban, se le insinuó sutilmente al final de la jornada.




Aquella tarde Michel sentía el latir en sus sienes. Dejaba atrás una larga jornada de locos y discusiones con sus compañeros. Discusiones con Julie. La enfermera lo presionaba cada vez más para que dejara a su mujer. Michel, que no sólo no tenía intención de dejar a Vanessa, sino que soñaba ilusionado con tener en brazos a su hijo, no respondía a las apelaciones de la muchacha más que con falsas promesas y caricias oportunas. Llegado el momento tendría que quitarse de encima a la chica, pensaría una manera.
Hizo señas a un cochero y montó presurosamente en el faetón, con el maletín por delante.
— Buenas noches, señor.
— Al Moulin Rouge, por favor.
Los caballos respondieron al tirón de las riendas y reanudaron la marcha. No quería llegar a casa tan confundido y decidió evadirse tomando una copa antes de que se hiciera demasiado tarde. Sobre el repiqueteo de los cascos Michel trataba de ordenar sus pensamientos, de ordenar a Julie en todo aquello. Su mujer y su futuro hijo eran más importantes, eran todo lo que tenía. Ellos y sus estudios. Su trabajo. Disfrutaba con su trabajo. El sanatorio de Roissy le permitía poner en práctica las nuevas técnicas psicoanalíticas. El doctor Lambert era uno de los precursores de su imposición frente a los tratamientos de electroshock, lo que le había costado encarnizadas discusiones con sus colegas e incluso un puñado de enemigos. Irónicamente, su postura había sido una de las cosas que por lo visto habían atraído la atención de Julie.
Julie. Estaba allí de nuevo, como una máscara incorpórea en la oscuridad. Pobrecilla. Aquello era remordimiento, casi podía paladearlo. Pero tenía que admitir que le gustaba estar con la muchacha. Y dejaría las cosas tal como estaban, por el momento. Mientras durara el embarazo.

Los caballos relincharon y el coche se detuvo junto al Moulin. Una vez dentro se sentó, pidió una copa e intentó concentrarse en la bailarina del espectáculo. A primera vista no reconoció a nadie. Había asistido en otras ocasiones, pero no se consideraba un cliente habitual. Se sintió a gusto y a la primera le siguieron otras dos copas, hasta que notó un pequeño hormigueo en el interior de su cráneo. Se hacía tarde y no querría tener que darle explicaciones también a Vanessa. Se levantó algo afectado por la bebida y salió a buen paso del local. Subió a otro carruaje y recitó al cochero la dirección de su casa. De nuevo la monotonía del golpeteo de los cascos, Michel viajaba en un manto onírico, la proyección de la realidad empapada de alcohol. Los pacientes, Vanessa, Julie, su hijo, todos vagaban y se entrelazaban ahora en su mente inquieta. Sin ninguna conclusión, nadie buscaba conclusión. O eso creía sin pensarlo. El alcohol difumina la frontera entre la consciencia y el inconsciente, desata la libido reprimida. El ego se descompensa, el ello domina sobre el superyó. Pero Michel no estaba borracho, simplemente un poco bebido. Y hasta los borrachos sufren momentos de lucidez para su desgracia.
—¡Alto!
El cochero volvió la cabeza molesto.
—Dé la vuelta, por favor. Me he dejado el maletín.
El vehículo hizo un cambio de sentido y apresuró el ritmo de vuelta a la sala de espectáculos. Michel saltó del carruaje en cuanto se detuvo y corrió dentro del local. No encontró el maletín al pie de la silla en la que había estado sentado.
—¿Busca algo, caballero? —Era sólo una atractiva camarera.
—Ehm… Sí, me he dejado un maletín al pie de esta silla.
—Se lo ha llevado otro cliente, un caballero muy amable que ha dejado una tarjeta para que el propietario pudiera recuperarlo.
Michel cogió la tarjeta que le tendía la muchacha. Se quedó un instante mirando las letras estúpidamente.
—Gracias.
Salió del local tan apresurado como había entrado y subió al coche que lo esperaba. Leyó la dirección en voz alta y los caballos reanudaron el ritmo tras el azote de las riendas.
—Más deprisa, por favor.

El ritmo de cascos lo condujo a una casa en un barrio residencial. Modesta, pero resultona. Una verja rodeaba un pequeño jardín. Lo más impresionante: estaba iluminada por luz eléctrica. A Michel aquello no lo impresionó demasiado, era al fin y al cabo un científico y estaba familiarizado con los avances de la época. No obstante, la luz eléctrica era muy poco común en los domicilios. Le pidió al cochero que lo esperara, pues no tardaría demasiado.
Un individuo estirado y trajeado le abrió la puerta y preguntó qué deseaba. Michel expuso la situación y le enseñó la tarjeta. El mayordomo lo incitó a seguirle hasta un amplio salón. No había chimenea, pero tampoco hacía frío. De algún modo el interior se mantenía a una temperatura agradable. Un hombre alto lo miraba sentado tras una mesa, frente a una copa que contenía un líquido rojizo. Con todo el ajetreo, el efecto del alcohol casi se había disipado. Notaba algo extraño en todo aquello. Algo fascinante.
El hombre se levantó, ofreciendo su mano y presentándose como Malaquías de Alcántara. Michel estrechó su mano, que notó llamativamente fría. Ocurría a veces entre los hombres mayores.
—Me he tomado la libertad de abrir su maletín, doctor Lambert —continuó diciendo—. Ruego me disculpe. Sin embargo, dado el carácter delicado de su contenido he preferido mantenerlo a salvo de miradas indiscretas hasta que usted se percatara del olvido. Oh, siéntese, por favor.
Michel se sentó. Malaquías colocó el maletín sobre la mesa. Contenía documentos confidenciales de los pacientes del sanatorio de Roissy, así como los informes de los últimos avances aplicando sus nuevas técnicas. Había sido toda una negligencia por su parte dejarlos al alcance de cualquiera.
—Agradezco su consideración, señor.
El mayordomo le sirvió una bebida distinta a la de Malaquías. Michel la probó por cortesía. No estaba mal, aunque no supo distinguir qué era exactamente.
—Ha sido una suerte haber encontrado su maletín. Después de todo, ambos somos hombres de ciencia. Habrá reparado sin duda en la iluminación eléctrica —Michel asintió. Sentía curiosidad por todo aquello, aunque sabía que no podía demorarse mucho. De no ser por ello, habría pensado en la mejor forma de disculparse y marcharse sin violar los protocolos de la cordialidad—. Soy un investigador. Y he visto que usted también. Estoy muy interesado en sus nuevas técnicas psicoanalíticas para tratar a sus pacientes.
—Sí, bueno… en realidad yo…
—También sus argumentos en contra de los tratamientos de electroshock. Cuénteme, por favor. Le hablaré de mis proyectos.
Michel no se resistió más. Le habló al hombre que tenía delante de su alternativa al electroshock, su aplicación del psicoanálisis en diversos tratamientos y aceptó de buen grado la charla sobre energía eléctrica. Durante la conversación tanto él como Malaquías bebieron varias copas, cada uno con su bebida. Volvió a notar los efectos del alcohol diluyéndose en su sangre. Sin embargo, era tarde.
—Oh, se me ha hecho tarde, señor. Me ha encantado hablar con usted, quizá podamos concertar una cita en otra ocasión.
—No se preocupe. Su mujer lo esperará.
Michel no recordó haber mencionado estar casado. Malaquías se levantó de repente.
—Sé que es usted un catador de belleza. Y tengo un bocado especial.
El mayordomo hizo pasar a una mujer de color, realmente atractiva. Fijó sus grandes ojos sobre los de un hechizado Michel. En aquel momento no supo si atribuirle el efecto a la chica o al entusiasmo al que le había conducido el diálogo, acaso a la extraña bebida. Se sintió realmente atraído y le correspondió al beso en cuanto la mujer se lanzó sobre él. El resto ocurrió de forma demasiado confusa. Se desnudaron. La mujer lo tendió en el suelo y lo montó sin prolegómenos. Michel se había abandonado al placer. Consiguió ver a Malaquías sentado frente a su copa, tranquilo, observando cómo la mujer lo cabalgaba como una fiera y dejaba caer unas gotas de sangre en su boca.
—Ahora, María.
La mujer se inclinó sobre Michel. Antes de que éste se percatara de lo que estaba ocurriendo, había clavado los colmillos en su cuello. Una oleada de placer embargó sus sentidos, y no recordó nada más.

Michel abrió los ojos. Habría jurado no encontrar diferencia hasta que se volvió un poco. Un haz de luz entraba por la rendija de una puerta entreabierta. Estaba en una habitación pequeña, vacía, sumida en la oscuridad y saturada de humedad. Hacía frío, o quizá fuera él mismo quien estuviera frío. Intentó moverse. Oyó entonces un entrechocar de eslabones, fue consciente de la anilla que rodeaba su cuello. Estaba atrapado en la habitación. Sentía una sed insaciable. Quería jadear pero no podía. No podía; no respiraba. ¡No respiraba! La sola idea lo hizo retroceder hasta la pared donde estaba encadenado. Agazapado, comprobó su pulso. Nada. Michel gritó, tiró de las cadenas una y otra vez hasta quedar exhausto. Y entonces la puerta se abrió. En el umbral aparecieron Malaquías y otros dos hombres robustos que blandían barras de hierro.

4 comentarios:

Sufur dijo...

¡Ah, cómo echo de menos las partidas de Vampiro! ¿Malkavian? ¿Tremere?...

Leralion dijo...

Malkavian, y tan loco que pude disfrutar del personaje hasta límites insospechados. :)

Sufur dijo...

Mis favoritos... me siento tan identificado...

Kementari dijo...

Una gran partida, con excelentes jugadores. Quizá te guste saber que todavía no ha terminado.

Qué buenos tiempos los de las quedadas y las partidas.