Los que me leéis a menudo sabéis que rehúso contar episodios literales de mi vida privada en este blog. Hoy voy a hacer una excepción a ese precepto.
La noche cae sobre la ciudad un sábado de octubre y busco un lugar para cenar. Como todavía no hace demasiado frío, me siento en una terraza. Al principio casi no hay gente en las otras mesas. Colocan una copa de vino espumoso sobre el mantel rojo mientras ojeo la carta; los sabores de Roma condensados en apenas tres páginas. Por el momento he localizado a tres mujeres españolas en una mesa contigua. Fiel a los consejos de mi amigo Álvaro, decido pasar desapercibido.
Estoy dando cuenta de un entrante de bacalao cuando un par de personajes ocupan la mesa a mi derecha. Son dos hombres. El primero habrá pasado los cincuenta hace algunos años, el segundo los sesenta. El primero es un boceras, el segundo está completamente sordo. El primero invierte tres intentos en hacer entender a su compañero que va a pedir berenjena gratinada con parmesano. Pidió dos platos iguales, junto con una focaccia, una botella de agua y una jarra de vino tinto.
Al poco rato dos hombres ocupan la mesa a mi izquierda. Rozarán la cuarentena. Hablan entre ellos, juraría que en italiano. En un momento determinado cambian al francés, tras algún reconocimiento con el camarero. Dos mujeres con un niño y una niña ocupan la mesa que tengo detrás. Hablan castellano entre ellas e italiano con los niños.
Al poco rato uno de los hombres de la mesa a mi izquierda se levanta para ir al baño. Llega el camarero y coloca sobre mi mesa utensilios para un regimiento de la marina: una copa de vino, una botella de aceite, una de vinagre, el molinillo de pimienta y el salero. El tío que queda en la mesa a mi izquierda rompe a reír. Yo me uno. Me pregunta si soy italiano. Claro que no, le digo que soy español. Él me dice que no sabe español. Aquí decido pasar al inglés, porque no me desenvuelvo en italiano. Él es luxemburgués, le encantan los idiomas y vive en un lugar privilegiado donde la aprehensión de otras lenguas es un imperativo. Pregunto por su lengua materna, la asocio inexplicablemente al francés. No, me dice, en su casa habla luxemburgués. No es una lengua claro, es un dialecto. Doy muestras de mi desconocimiento. Me intereso por las lenguas que estudian desde niños. Alemán como primera lengua extranjera, al parecer; seguida del francés, y como tercera opción el inglés. Yo le intento explicar que en España se estudia gramática inglesa durante doce años sin que nadie sepa realmente hablar inglés. Parece no entenderme y no lo culpo. Para él hablar otras lenguas es una predisposición: sólo tienes que ir a un lugar y ¡hablar con la gente! Soy incapaz de rebatirlo, pero no me puedo quitar de la cabeza que algo va mal en mi país. Entretanto llega su compañero. Intercambian algunas palabras en francés con el camarero. Adoptan esta lengua para su conversación. Intento captar el sentido de la conversación. El camarero es de origen rumano y estuvo trabajando una larga temporada en París. El luxemburgués vuelve sobre mí, me dice que está en Roma durante una semana por motivos laborales. Una semana está bien, prosigue, aunque hace unos meses tuvo que permanecer en la ciudad durante tres semanas y le parece demasiado tiempo. No quiere estar lejos de su familia mucho tiempo. Yo le explico que estoy en la ciudad durante dos meses y medio con motivo de una estancia de doctorado y que me dedico a investigar en cosmología. Parece interesado. Me presenta a su amigo. Es portugués y entiende el francés pero no el inglés, pero puedo hablarle en castellano. Intercambio un par de frases con él. Me interrumpe el estallido del boceras que tengo a mi derecha. Si se me permite una traducción libre del italiano, viene a decir algo como: ¡pero qué coño pasa aquí, cada uno habla una jodida lengua distinta! Evidentemente nos reímos. Las tres mujeres españolas nos toman a todos por españoles. Les explico la situación y me sonsacan mis orígenes asturianos. Ellas me comunican ansiosas que son del País Vasco.
Aquello se convierte por un momento en lo inverso a la Torre de Babel: aunque todo el mundo habla una lengua diferente, todos nos hacemos entender de alguna forma.
5 comentarios:
Esas conversaciones babelianas de restaurante son deliciosas. Enhorabuena. Y te lo dice un tímido crónico...
Si es que, quien te mandaría hacerme caso. Enhorabuena por conocer a un luxemburgués, eso no está al alcance de cualquiera ;)
Y lo entretenido que suena...
Feliz domingo!
A mí me encantan esas situaciones. Yo tuve la gran oportunidad de estar un mes en Rusia, en la República de Tatarstan, durante un mes. Allí casi nadie hablaba inglés, solo ruso y tártaro (de los cuales yo no hablo ninguno!) y me entendía perfectamente con la familia que me acogió! No me preguntes cómo, pero lo hacíamos. Me entendía con ellos y con la gente de las tiendas y del hospital en el que estuve haciendo prácticas. Fue increíble!
P. http://brujuladechocolates.blogspot.com
@Patri: Qué pasada, lo del ruso tiene que ser aún más llamativo con eso de que ni siquiera compartimos alfabeto.
Gracias a todos por comentar. :)
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