martes, julio 12, 2011

Lo que no existe no puede cambiar.

La manera clásica de interpretar la realidad se ha convertido en un lenguaje demasiado simple. No nos limitamos a registrar un puñado de impulsos y colocarlos en diferentes compartimentos de la mente. No entrenamos una red neuronal con cada situación, ni lanzamos nuestras decisiones a la vorágine de ningún atractor caótico. Nuestras sinapsis estructuran el mundo, le dan forma, lo reconstruyen con cada actualización en procesos de hecho. Proyectamos al exterior un mundo internamente modelado, un espejo en el que vemos en los demás lo que somos nosotros mismos: una revitalización del Mito de la Caverna. Lo impredecible de nuestros actos los hará peligrosos, fascinantes;

refulgirán, asolados,
los baluartes teleológicos,

como bosques devorados por el fuego.

Arquillas doradas pervivirán bajo la madera quemada. Albergarán recuerdos, o emociones, si es que acaso hay alguna diferencia. Pequeñas cajas de Pandora, una suerte de minas olvidadas tras el horror de la guerra, aguardarán a que alguien o algo –el olor de la hierba mojada, una gota de sangre, el tacto de un paño de franela- las encuentre y las libere, turbadoras y volátiles.

Cambiaremos, dicen.

Cambiarán paisajes y refugios,
distarán infinitas geografías,
migrarán los puntos cardinales.

Cambiarás tú, cambiaré yo;
cambiaremos todos.

A menudo sutil y continuadamente, modelados por el flujo del viento, como caprichos del perfil de un acantilado: tendidos siempre hacia el abismo.

Excepcionalmente se levanta
un torbellino, un leviatán
que agita nuestras aguas
devastando cuanto somos.

(Cambiaremos.)

Aun soslayando la hecatombe,
la más leve brisa
mudará sin tregua nuestras formas,
separando nuestras manos,
disociando nuestros mundos.

1 comentario:

Kementari dijo...

No puedo contemplar el concepto de cambio sin asentir.