jueves, agosto 13, 2009

Damián.

Cuando se subió al barco no imaginó que recibiría tal bofetada emocional. Nada tenía que ver con la excitación del grumete que avista una costa tras varias semanas de interminable travesía, la perseverancia de un capitán obsesionado con la venganza o la agitación romántica de una dama en la pasarela de un crucero. Todo eso quedaba relegado a las páginas de las novelas de mar que solía leer en el pueblo, cuando tomaba libros prestados de la biblioteca de su padre. Tampoco guardaba relación con su habitual melancolía, ni con el papel olvidado en el fondo de un cajón de mesita de noche que le certificaba un trastorno distímico. Escogió un lugar en la popa, sentado junto a la barandilla, donde el viento pudiera llevarse cualquier atisbo de zozobra. Las montañas se antojaban como una suerte de gigantes de piedra dormidos, cuyos rostros y cuerpos hicieran de diques de contención desde tiempos inmemorables. El ligero pero incesante oleaje se abría paso lentamente a través de su coraza y las nubes se arremolinaban en sus perfiles, ocultando bosques enteros bajo una espesa niebla cargada de humedad. La acuarela colorista que dibujaban las fachadas de Bellagio se hacía apreciablemente pequeña a cada segundo que pasaba. Los motores bramaban y escupían dos poderosos chorros, y Damián comenzó a marearse por el zarandeo y el intenso olor a gasolina. Pero tampoco fue ésa la causa de su inquietud. El lago no era indiferente al paso del barco y una ola en forma de cuña se alzaba unos diez metros atrás. Su desazón se rebelaba cobrando forma en un leviatán que amenazaba con engullir la embarcación. Damián se dominó a tiempo y desechó el vértigo. Pronto tuvo que esforzarse por ver el campanario. Aun cuando el pueblo no fue más que un montón de puntos distantes en la falda de una colina mecida por el agua, la espuma continuó a diez metros de la barandilla, compartiendo su marco de referencia. Entonces supo que nunca sería alcanzado por ese monstruo y, aunque se equivocaba, no fue alcanzado en aquella ocasión, cuando la nave redujo velocidad cerca del embarcadero y su estela se esparció a lo largo y ancho del lago de Como.


En ocasiones no basta con librarse del peligro. Se ha de encontrar también un modo de encajar lo peor, aun tratándose de una posibilidad descartada a posteriori. Damián llegó a su habitación de hotel, apagó el televisor tras comprobar que no emitían nada de interés y se dejó caer sobre la cama. Un espasmo en una pierna lo sacó de la duermevela y se metió bajo la sábana. Pero ya no sirvió de nada. Un rincón desconocido en su cabeza había empezado a brillar con un nuevo color. Tenía veintiséis años y tenía que hacer algo. Conocía a muchas personas, mayores que él, que no dejaban pasar la ocasión de recordarle lo joven que era. Los de su quinta se regocijaban en su propia juventud. Pero ya no eran tan jóvenes. Todo era una ilusión donde nadie quería adquirir responsabilidades. Uno podría haber sido cualquier cosa, antes, pero las puertas se van cerrando con los años, sin que nos demos cuenta. Sin admitirlo. Los errores son más leves mientras uno es joven, mientras tenga tiempo para enmendarlos, y lo de aprender es una falacia. Hermann Melville terminó su primera novela a los veintiocho, Albert Einstein publicó su teoría de la Relatividad Especial con veintiséis años, la propia madre de Damián había dado a luz a dos niños a su edad y muchos de los futbolistas que aparecían en los diarios eran más jóvenes que él. Y él no tenía nada. Nada. Su mente trabajaba vehementemente, arrastrada a las profundidades por el remolino que formó su leviatán particular al hundirse. Estaba cada vez más oscuro, el fluido se hacía más y más denso, sus razonamientos se ralentizaron. Y se durmió.

1 comentario:

Álvaro dijo...

Como dicen en Futurama "¿Qué haces ahí que no estás engendrándonos un nieto?"

Ya sabes que yo soy más de quedarme con las frases breves y concisas que de leerme libros llenos de letras, así que gracias por ahorrarme trabajo. Esta entrada mola.