miércoles, septiembre 24, 2008

Országház.

Aquella mañana me dijo que iríamos al Parlamento.

-Qué interesante.

-Las torres se reflejan en el Danubio –eso dijo después. Cuando lo veía así, tan abstraído, me daba la impresión de que no hablaba conmigo, sino para sí mismo. Que me utilizaba de médium para llegar a lo más hondo de sí mismo.

-Oh, bien, bien, tiene buena pinta.

Así que tomamos uno de aquellos tranvías amarillos y nos bajamos en la plaza Roosevelt. Caminamos a lo largo de la orilla de Pest dejando atrás una espléndida vista del Puente de las Cadenas y el castillo de Buda. A lo lejos nos aguardaba aquel complejo imponente, como una Tierra Prometida para los dos: un amasijo de torres puntiagudas le daban ese aspecto indómito que atraía irremediablemente mi mirada. Carlos me había cogido de la mano. Me volví y lo besé. Conocer la ciudad resultaba más estimulante de lo que había esperado. Nos estaba sentando bien. Habíamos pasado un par de meses algo distantes. Yo estaba francamente preocupada. Sabía que Carlos tenía mucho trabajo y problemas con su hermano. En esos casos lo mejor es esperar a que decida contártelo todo, sin agobiarlo, siempre acaba haciéndolo por sí mismo. Aunque esperar nunca es fácil. Resulta un poco egoísta por su parte, dejarte de lado con ese sentimiento de impotencia. Un viernes me llamó cuando salí de la oficina, hacía dos semanas que no tenía noticias suyas –en casa no cogía el teléfono y me da reparo preguntar por el impersonal y desconocido señor Aguirre al administrativo de la empresa. Bien, me invitó a cenar y me propuso lo del viaje. Necesito desconectar –me dijo-, y Budapest te gustará.

Tenía razón.

Aquella misma noche, tras haber hecho el amor, me había susurrado que se quedaría conmigo de por vida en una habitación de hotel, con cortinas blancas y vistas a la Ciudadela. Me quedé mirándole después de que se durmiera; es tan guapo y parece tan vulnerable que soy capaz de hacerlo durante horas. Parecerá una locura. Él es así. Un día parece un completo extraño y al siguiente se desvive por ti. Estoy segura de que es sincero, pero a veces odio su transparencia, sus dudas. A veces necesitas pensar que puedes contar con alguien completamente seguro de sí mismo, una referencia sólida a la que aferrarte. Alguien que te diga: todo va a salir bien, cuando está muerto de miedo.

Atravesábamos un pequeño parque. Un sendero de tierra fluía un par de palmos por encima del agua. No había barandillas. Alguien había colocado astutamente un puñado de bancos. Dejamos atrás el primero, en el que una pareja se besaba apasionadamente. Tiene gracia, en aquel momento me parecieron unos críos. El chico no sabía dónde colocar sus manos, pero lo más aberrante era que abría tanto la boca que creí que desencajaría en cualquier momento la mandíbula inferior y se tragaría entera a su pobre enamorada.

-Son muy despreocupados al no colocar protección –dijo Carlos de pronto, como si llevara dos minutos evaluando los riesgos.

-No seas aguafiestas. Imagínate el feo que haría al conjunto. Una barandilla no haría otra cosa que estropear la vista. Además –añadí al cabo de un momento-, me hace sentir liberada.

-Podría caerse un niño –replicó esto último con aire ausente, y quizá tuviera motivos. Se supone que debí haber pensado algo así. Me sentí mal de repente. Pues allí estaban de nuevo, sus dudas, contraatacando. Sacaba a relucir otro punto débil. En aquel momento no podría decir que detestara a los críos, pero no me sentía preparada para educar a uno. No se lo tuve en cuenta.

-Algo te preocupa.

-Tengo muchas cosas en la cabeza... pero ahora –rectificó, volviendo a la orilla del río- estoy de vacaciones. Contigo.

Luchaba horrores por no rendirme a su sonrisa.

-Es por tu hermano ¿verdad?

-No, no, en absoluto.

-¿Sigue llegando a casa con esas heridas?

-No… Quiero decir, no lo sé. Hace tiempo que no voy por casa. Y Ellie no suelta prenda, ya sabes.

Las gaviotas chillaban y se posaban majestuosamente sobre la proa del Europa. La nave nos legó su estela en forma de ligero oleaje, cuyo romper hizo darme cuenta de cuánto echaba de menos las tardes tranquilas junto al mar. Cuando sólo el viento, al llenarme las páginas de arena, me hacía volver de la Muralla China, o de esperar junto al guardián ante la ley. Sacudía entonces la antología de cuentos de Kafka, me secaba el sudor o me embadurnaba bronceador -tengo la piel muy blanca-, y cambiaba de postura. Hacía ya un año de todo aquello. Carlos detestaba la playa. Se comportaba como un maniático. No toleraba la arena entre los dedos, ni la picazón del salitre al meterse de nuevo en la camisa. No había peligro en la orilla del río.

El segundo banco estaba vacío. Eran demasiado bajos -aquél ligeramente astillado-, pintados de verde para no desentonar. Continuamos, cada vez más cerca de aquella maravilla arquitectónica. Y, cuanto más nos acercábamos, menos lo veíamos. En el tercer banco descansaba un hombre de mediana edad, con ropas ajustadas de ciclista y su bicicleta apoyada debidamente a su lado. Apenas le dedicamos una mirada. Entonces tropezamos con los zapatos. El sendero moría bruscamente, dando paso al gris propio de los muelles; no el gris oscuro de la lluvia, el gris que se funde con el cielo encapotado, un gris amenazador que anuncia tormenta. Y, sobre ese fondo gris, la hilera con unas cuantas decenas de pares de zapatos mirando al río. En un primer momento creí que eran de verdad, zapatos sucios y viejos que se habían colocado como símbolo de protesta shoefiti, creo que se llama-, como cuando se cuelgan en un cable. Al acercarme pude ver la herrumbre sobre algunos de ellos, me aseguré de que estaban fijados en el suelo. Entonces miré a Carlos, que me había soltado, y le interrogué sin palabras.

-Es un homenaje a los judíos asesinados durante la II Guerra Mundial.

No dije nada. Sabía que mi abuelo había muerto en Sachsenhausen y en mi casa mostrábamos mayor sensibilidad ante este tipo de cosas. Despertaban un descarnado desamparo, todos esos zapatos aguardando fieles a sus dueños. Me abrazó.

Vi culpa en su mirada. Creo que sentía lástima por mí. Que quería protegerme de sus fantasmas. Por eso me abrazó. No puedo reprocharle nada. Pasó las manos por mi espalda, con firmeza, como si quisiera meterme dentro de su pecho. Y, sólo esa vez, lo hizo: Mañana te llevaré al balneario –dijo mientras me besaba en la mejilla-. Verás como todo va a ir bien.


427/01, Juzgado de lo Penal nº 3 de Barcelona.

Caso Juan Aguirre, condenado por homicidio.

Prueba nº 7: Extracto de diario, encontrado en casa de la víctima.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Nadie conoce a nadie, dicen.

Nodicho dijo...

A ver si te pillo en el messenger, esto ha cambiado mucho.

Anónimo dijo...

mmm novela romántica + novela de misterio? sacando tu vena de agatha christie? ui ui uiiiiii esto lo veo en las estanterías de cervantes con una cubierta rosa xD

Dors-seldon dijo...

Creo que escribir en primera persona es una de las cosas que más me cuesta y escribirlo además siendo del otro sexo el personaje, puede que sea una tontería, pero más.

Como siempre, me gusta mucho como lo escribes, lo último me ha dejado loca. Tendrá más partes, ¿No?

Álvaro dijo...

Menos samba e mais trabalhar, que esto no se renueva ni a la de tres -_- <:o)

subroutine escribir (cuento,ya)

character, lenght(mogollón) :: cuento
integer, allocatable :: ya(:,:,:)

end subroutine