viernes, marzo 28, 2008

I

El cielo, un mar de aguas violetas brillantes navegado por puntos plateados. Ese brillo era cuanto quedaba del esplendor de otra época; esos puntos, resultado de la piedad del Plano Divino. Esas murallas, consecuencia de su abandono; y esas bestias, aprovechadas del amparo de la sombra. Desde que Dampin despertara, y llegaran los extraños, se habían mantenido tranquilas. Demasiado tranquilas. En el interior de cada cabaña se formulaban diversas hipótesis al respecto y, en ausencia de una versión oficial (quizá en el Gran Salón no le dieron la importancia que le daba el pueblo, quizá estaban ocupados en decidir qué hacer con los extranjeros), fundamentalmente dos vertientes dividían a los habitantes. La primera, sin duda influenciada por Manfos, sostenía que los demonios estaban entretenidos jugando con el botín que habrían conseguido en el supuesto pueblo vecino, lo que contribuyó a relajar las tensiones en la actitud hacia los nuevos miembros de la comunidad. La segunda, inevitable, cargaba con la culpa a los recién llegados. Se les tachaba de espías o marionetas que, tarde o temprano, entregarían el poblado a unas bestias ansiosas, expectantes en el exterior. Esto provocó hostilidades, miradas mortales, de poder dañar, e incluso la prohibición de su estancia en algunas zonas del poblado. Lo curioso de todo esto era que Nazarta, que había sido la primera en decantarse, no se unía activamente a estas protestas. Pese a que nadie podría afirmar que había recapacitado, muchos se inclinaban a creerlo. Amalia pensaba que estas persecuciones irracionales serían momentáneas, perpetuadas al menos hasta el próximo enfrentamiento, en el que los extranjeros unirían sus esfuerzos con los suyos y aprenderían a valorarlos.

El calzado de esparto rechinaba a cada paso. Se detuvo frente a una puerta con dos antorchas cruzadas y no le hizo falta picar antes de que ésta cediera. Un Penol sonriente apareció por el umbral invitando a pasar a la mujer con un gesto.

—Oí tus pasos conforme venías.

Amalia le devolvió la sonrisa en respuesta a la excusa. Se sentaron sobre el montón de paja en el que dormía Nairn al final de cada jornada. Ella no preguntó por el chico, sabía perfectamente que estaría jugando con los otros niños. Por un momento, sólo el crepitar del fuego desafiaba al silencio que intentaba apoderarse de la situación.

—Así que Dampin ha despertado —la pregunta era una mera cordialidad. Amalia respondió a ésta con una mirada brillante que Penol pudo distinguir a través del efecto agua que provocaba la antorcha en el aire—. No sabes lo que me alegro.

—Hoy, antes de que llegaran los extranjeros.

Aprovechando la pausa, Penol alargó una fuente con bayas de invernadero. Amalia las rechazó.

—Descubrí a Dampin hablando en sueños, muy alterado. Nunca lo había visto así, no era un delirio normal. Tiré del cuello de su camiseta para ver que la herida, totalmente cicatrizada, no brillara. Decidí avisar a Manfos. Tardé algo en encontrarlo, ya sabes, el mago nunca está en un lugar determinado —Penol asintió—. Al llegar a la cabaña, Dampin daba vueltas frenéticas sobre la paja, sus ropas se retorcían ceñidas al cuerpo —vaciló un instante—. Creí que se moría.

Penol captó el cambio en el tono de voz al añadir esto último y le tomó la mano entre las suyas.

—Manfos se acercó con toda tranquilidad, ya sabes. Le cogió el brazo izquierdo (más próximo a la herida) y le puso la otra mano sobre la frente. Dampin paró repentinamente su lucha. Tan repentinamente que creí que todo había terminado. Y abrió los ojos.

—Es fantástico —añadió Penol tras unos prudentes segundos de reflexión—. ¿Cómo está ahora?

—Ya se ha levantado, se mueve y habla como si no le hubiera pasado nada.

—¿Quieres decir, que no se acuerda de nada?

—¡Oh, sí! ¡Vaya si se acuerda! Me refería a que se ha recuperado totalmente.

Amalia hizo un amago de decir algo más y luego su voz decidió apagarse.

—Pero...

—Pero... lo noto un poco extraño, algo cambiado.

Y entonces Penol comprendía la reticencia de Amalia al contárselo. Era una preocupación estúpida y a la vez comprensiva, que además necesitaba contar para aliviar su carga.

—No te preocupes, es algo normal después de permanecer sesenta y tres ciclos en coma.

Sesenta y tres. Penol llevaba la cuenta igual de bien que Amalia, y esto fue suficiente para ella. Como alguien que se deshace de un gran peso de repente, tras llevarlo consigo durante una larga caminata, se desvaneció sobre el pecho de su acompañante, y consintió de buen grado que los brazos de éste la rodearan.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me gusta, pero quiero saber que pasa después, je