domingo, mayo 06, 2007

Tras un mito (2006)

Giordano había nacido en el matriarcado de Bolvia, una ciudad encajada entre el macizo Rych y la nueva costa. Criado exclusivamente por ellas, había recibido una exquisita educación en todos los sentidos. Aquellas mujeres habían logrado, a conciencia, el hombre diestro y altruista que entonces era. Habían sido su madre, su abuela, sus tías, sus amigas, sus confesoras, sus profesoras, sus compañeras. Por ello Giordano, aquel día de olores penetrantes, languidecía sentado junto a Mara y el palpitar desbocado en su interior. Aquel día de mariposas violetas y rostros rosados Giordano no sabía qué hacer. Así que abandonó el lecho con premura y abrió de par en par el ventanal del balcón. Necesitaba la fuerza que ondeaba las cortinas, impregnarse del vigor que flotara en la pradera.

Bolvia era un lugar hermoso. Las faldas húmedas se habían convertido en lugares privilegiados para levantar nuevos poblados tras la inundación. Una de las primeras comunas en asumir el nuevo sistema, y la suya era la primera generación de niños de Bolvia. Niñas y niños puros. Educados en el presente. La primera cosecha de una nueva era. Pero Giordano no era feliz. El hombre diestro, altruista, frustrado. El individuo ajeno a su naturaleza. Un niño que adolece de un dinamismo contribuyente a difuminar ciertos aspectos convencionales… tradicionales. Después de todo, de todos los prejuicios que propiciaron el cambio de orden, de todos los prejuicios creados en el fulgor de la lucha política, había algo esencial en la tradición. El ser humano marcaba las pautas de la nueva evolución intelectual. Un camino perfilado sin indicación de destino, por el que el rey de los homínidos se tambaleaba radiante. Giordano pudo ver una nueva especie, desvinculada del carácter biológico. El pez sin aletas, el relojero sin manos, el político sin voz. El palpitar en la roca. Y pudo ver a todos los individuos no aptos, los incapaces de seguir el ritmo, los aduladores del obsceno naturalismo. El que no pecara de ingenuo pecaría de carnal. Todos los gritos en uno, engullidos por la utopía.

Un hombre de cabellos enmarañados, suspendidos en el polen. Giordano, el animal sin garras, el vidente sin ojos, el alma encerrada, se volvió. Y no tuvo el valor de afrontar la mirada de Mara, inquisitiva, sorprendida, confusa, derramada sobre la colcha.

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