Los bufidos del króxigor respirando alertarían de la presencia del grupo a toda criatura cercana. Como una bestia, no un caballo de la nobleza bretoniana, el mismísimo Galrauch habría de competir con aquellos pulmones henchidos por la fatiga. Trantxuin aún conservaba en el recuerdo el olor de la sangre caliente y blandía pesadamente, a un lado y al otro, cual péndulo impaciente por dar fin a su tortura, una maza dentada. Sus ornamentos apagados, embarrados y aun más sangre coagulada, derramada a espaldas de la avaricia y el sacrificio. Ya quisieran las tablillas de Tehekai, depositadas contra las ruinas del templo dedicado a Tepok, tras el grupo de eslizones, adquirir, recién recuperadas, la pureza que ostentaban sus brazaletes.
Apenas un destello entre el follaje, el ágil chapoteo de uno de los anfibios al acercarse a sus congéneres. Algo articuló, probablemente referido a los movimientos de los atacantes. No estaban muy lejos y ellos, en cambio, demasiado débiles. El recién llegado era alto y fornido entre los eslizones, con seguridad un desove favorecido. Ataviado con un tabardo grisáceo a la cintura y motivos en rojo; una ingeniosa prenda ceremonial confeccionada a partir de la piel de cualquier alimaña no deseada por nadie en el mundo de sangre caliente, caída desde los hombros hasta el comienzo de una cola sinuosa, le daba un aire imponente y distinguido. El báculo, los abalorios dorados, no había duda. El chamán se postró junto a las tablillas sagradas y ofreció el corazón blasfemo en señal de gratitud. Lo restregó por el metal hasta reventar sus tejidos y vomitaran éstos hasta la última gota. El agua se tiñó presurosa de rojo y siguió derramándose en su curso hasta la tierra fértil del continente de Lustria, definiendo las inscripciones en el oro.
Los eslizones temían lo peor, su ciudad-templo había quedado relevada en el Gran Plan, los Ancestrales habían abandonado Pahuax a su suerte. Sin embargo, aún desempeñarían un papel en el divino entramado antes del último desove, las tablillas de Tehekai eran entonces una pieza fundamental para la pervivencia de su pueblo.
El vapor salía a chorros de las fosas de Trantxuin, los ojos inyectados; la cola inútil, quebrada. Hundidos sus pies en el fango, empapada su impresionante osamenta espinal, desistió a deshacerse del arma, concienzudamente amarrada a su brazo. Lamentaba haber tenido que abandonar la contienda. En las calles de la ciudad los saurios libraban una cruenta batalla, una defensa desesperada. Algunos contingentes se habían aventurado por la espesura para intentar sorprender a los hombres lagarto desde varios ángulos. Y habían dado con uno de aquéllos. Sus modestas armas de mano eran mortales en distancias cortas pero no estaban preparados para hacer frente a una multitud.
La mandíbula del króxigor rechinó al entreabrirse, la cresta del chamán estaba roja. En aquel momento la selva cobró vida. Los zumbidos de dardos en el aire, y los espeluznantes alaridos de agonía que siguieron, llenaron el ambiente. Una voz bárbara resonó por encima de las demás procurando reagrupar a sus tropas. Nuevamente las cerbatanas hicieron su concierto. Los eslizones junto a las tablas estaban a punto de perder los estribos. Ni siquiera un ser de sangre fría es capaz de quedarse impertérrito ante una batalla cuyos contendientes son invisibles. Un trueno precedente, y un tremendo rugido con el que Trantxuan hizo callar a la naturaleza. La embestida del króxigor fue terrible. El crujido de ramas y huesos al quebrarse, los dientes de obsinita desgarraban carne a cada acometida de la maza descontrolada de la bestia, lanzando miembros y cuerpos por los aires.
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