El abismo me arañaba la cara. Y, a pesar de todos mis temores, jamás tuve miedo a la oscuridad, pues sabía que te vería en cuanto cerrara los ojos. Siempre en silencio, unos labios sellados que cedían protagonismo a tus pupilas, atrayente y melodioso abismo, cuya tierna, siempre tierna, mirada consumaba mi sueño, abandonando mi cuerpo, a su suerte, en una balsa por desconocidos, intrincados, cauces, repletos de ilusiones tan fugaces como el mismo sueño de vida.
Esta noche, como cada noche, imploro tu presencia, aquí y allá, recorriendo los meandros, sacudiéndome en la cama, maldiciendo al frío insistente en aferrarse a unas sábanas vírgenes, sin mella en su planchado.
Una vez más enfrento mi mirada a montones de ojos en la penumbra que ofrece la vegetación colindante. Una vez más supero la prueba con las manos desnudas, abatido, pendiente de un fino rayo de esperanza, que se expande conforme se alejan las orillas. Y entonces, sólo entonces, te dejas ver. Caminando sobre las aguas, gráciles pasos, el viento entre tus ropas, susurrando a tus cabellos. Frente a mí, luz en tu rostro, sonríes sin sonreír, distingo en el brillo de tus ojos el fuego de mi alma. Siento una vez más deshacerme, derramarme en las mismas aguas, extinguir mi soledad. La unión, el cenit, creo poder hablarte, poder sentirte, poder entregarnos. Deseo verterme dentro de ti, que pudieras sentir lo que siento, y darte cuenta. Que me muero, que me muero por decirte, al son de los jadeos, te quiero, te quiero, te quiero...
Y el nádir, por fin, algo diferente. No es la familiar desembocadura deslumbrante de nostalgia, sino la oscura y temida libertad. Sé que no volveré, que no habrá necesidad de enfrentarme de nuevo. Espérame cariño, pues voy para allá, hacia lo inevitable. Pues no me has sabido enseñar, pues no he sabido adaptarme, a vivir sin tu amor. Nadie es perfecto.
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