sábado, noviembre 08, 2008

Ad eternum.

Allí estabas tú, sentada a mi lado, a un abismo de distancia. Los dos hablábamos de trivialidades, y sonreíamos, y nos mirábamos a los ojos. Todo iba bien mientras nos destrozábamos por dentro. Se acababa de anunciar por megafonía el último aviso para el vuelo a Barcelona. No era el tuyo. No, el tuyo saldría dos horas después. Pero todo se apagó de súbito: las miradas, las sonrisas, las trivialidades. Tú mirabas al techo, yo miraba mis pies. A veces te interrogaba, temeroso, con la mirada. Y la desviaba aleatoriamente a cualquiera de los logotipos. Me interesaba en el de Iberia cuando murmuraste algo que acabó con las excusas. No entendí lo que era. Sonó como un chasquido. Como si se hubiera roto un jarrón en mi cabeza, dejando sólo vacío.

¿Qué has dicho? Nada.

Nada. El jarrón se había roto y había dejado nada. Puñados de nada para regalar. Nada que pensar. Nada que decir.

¿Quieres decirme algo? No…

Ya no era un abismo, desde cuyos bordes pudiéramos vernos, sino un triste muro, levantado sobre nuestras cabezas. Se combaba sobre nuestros cuerpos y nos envolvía en mundos independientes.

Bien… no quieres decirme nada.

Fue entonces cuando me pediste que me fuera. Me quedé mirándote unos segundos antes de preguntar.

¿Quieres que me vaya? ¿De verdad quieres que me vaya? Sí.

Eché un último vistazo a mis pies. Seguían en su sitio.

Me fui. Primero pasé muy cerca de la puerta por la que saliste, a tu llegada, tras recoger tu ligero equipaje de las cintas. Quizá no la recuerdes, había allí una máquina para pagar el aparcamiento. Recogí el resguardo y las puertas automáticas me ofrecieron el viento fresco del exterior. Reparé en que se me concedían aún diez minutos para salir y encendí un cigarrillo. No podía pensar. Simplemente estaba hueco. Una cáscara vacía. Aquello cuanto daba vida al cuerpo se había desentendido, perdido quizá tras el rumor de una lluvia que no veía, quizá en el interior de las brasas que se animaban con cada calada, como si cada una de ellas fuera un intento desesperado por recuperarme. Regodeándome en la cuerda floja, como en el sexo, en tierra de nadie, entre el placer y el dolor, por alcanzar ese único momento en que somos nosotros mismos, en que soltamos vertiginosamente las ataduras y desatendemos fugazmente ese miedo proverbial que atenaza a la especie humana desde su mismo amanecer. Puede que hubiera sido un pensamiento como ése, ya nunca podré saberlo, lo que me sacó del ensimismamiento y me empujó hasta mi coche. Entonces quise bajarme, patalear contra aquella necesidad de huir, volver a la sala de espera y abrazarte otra vez. Decirte que nunca más me separaría de ti. Habría dicho: Ni aunque sea lo último que me pidas. Pero ya había arrancado. No se me olvidaron las luces. Los limpiaparabrisas barrían ineficazmente la película de agua, había decidido cambiarles la escobilla. Todo era muy natural. Mis brazos giraban el volante con desenfado. Recuerdo que puse la radio, el volumen bajo, como de costumbre. Tampoco había mucho tráfico, hoy nunca lo hay en carreteras comarcales. No sumé dos en el cuentakilómetros. Oí un chirrido, el mundo giró violentamente. Los cristales estallaron.

Y morí.


El resto, me temo, ya lo conoces. Desperté en un camastro de un lugar desconocido, de blancura lacerante; al día siguiente, o pudieron haber pasado siglos. Eran lo único a resaltar de la habitación, sus cuatro paredes rectas, austeras, y terriblemente blancas. Mis movimientos eran torpes pero me incorporé. Había entonado un hola, ¿hay alguien? poco convencido. O quizá fuera un afligido ¿doctor? ¡doctor! O lo habría imaginado. Era como si lo hubiera dicho otro, aunque en el fondo reconocía que eso era imposible, pues allí no había nadie aparte de mí. La conmoción posterior borraría cualquier alusión reciente. Cuando me senté a un costado del colchón me quedé petrificado. Un camisón, blanco también, se abatía desde las rodillas. De su contorno tortuoso emergían los grandes pies desnudos. Otros pies, quiero decir, no mis pies. No sé si grité. Sobrevino la desorientación que se sucede de instantes en los que la razón se hace esperar. Por instinto me volví a acostar, el pánico me invadía. Me quedé un rato con la mirada fija en la blancura inalcanzable. Entonces, como si esperara que la ilusión se desvaneciera, que me inclinara y percibiera mis propios pies, levantarme casualmente, caminar hasta el cuarto de baño y aliviarme, quitarme las legañas en el espejo e incluso regalarme una ducha si llegados a ese punto nadie hacía acto de presencia; entonces, asomé un pie con lentitud por el borde de la sábana. Y no, tampoco lo era, no tenía nada familiar. Sobre todo, no se trataba de lo que veía, sino de lo que no veía. Echaba en falta algo, que más tarde asociaría con un juanete. Me los habían puesto nuevos, eso era. Estaba en un hospital, recordaba un golpe. Había quedado sin piernas y, de alguna forma, me habían puesto otras. Pero no tenía dolencias. Claro, estaba sedado, eso era. Las manos tampoco eran familiares, aferraban el borde superior de la sábana. Eran los calmantes, estaba aturdido. Tendría que dormir un poco, sólo un poco.

Entonces no quería, no podía creerlo.


-Pues créetelo –resolvió ella con una sonrisa sincera y un pequeño tubo de vidrio, como un cigarrillo entre los dedos, con lo que parecía un líquido liviano y multicolor mediando su interior- Esto eres tú. Y podré revivirte cuantas veces quiera. Estaremos juntos para siempre.

En los ojos del hombre, que no eran suyos, se encendió un destello de reconocimiento. La mujer, con movimientos sosegados, casi hipnóticos, deslizó su otra mano bajo el vuelo del vestido rojo que insinuaba competentemente sus curvas. Sacó un pequeño joyero victoriano, de madera negra y goznes dorados, que abrió con irritante lentitud. Ni la tristeza, ni la pobreza, ni el vicio, ni la vejez, ninguna de las consideradas desgracias fueron liberadas. Deslizó el cilindro en una de las ranuras del relleno.

El hombre seguía sonriendo, con la sonrisa de otro, cuando la tapa se cerró con un golpe seco.

3 comentarios:

Álvaro dijo...

Parece mentira que sea yo, que apenas leo lo que escribes, sea el primero en comentar. Que conste que este sí me lo leí, puedes preguntarme la lección cuando quieras.

character, allocatable :: nos_vemos

Anónimo dijo...

Me quedé con ganas de más. Muy chula

Dors-seldon dijo...

Este relato ya me lo habías pasado y ya te lo comenté. Me encantó y me encanta :-D