miércoles, septiembre 26, 2007

Instintos (2004)

En medio de aquel silencio Bernardo pudo oler la tranquilidad, ese humo que se filtra en las fosas, entrelazándose desde un cenicero incomprendido. Tanto el televisor, como el ordenador, la radio o el microondas; eran entonces meras sombras de su actuación durante el día. Olvidados los altares sociales, proyecto en mano crisparon las hojas al replegarse. Los planos eran una maravilla. Sin duda, supondrían el ascenso que tanto había ocupado sus pensamientos matinales. Podía ver a Manuel prestar su primera mirada al trabajo, con aire ausente, los labios ceñidos a un cigarrillo y la ceja derecha levantada, en realidad calculando afanosamente cuántos beneficios traerían a la empresa la construcción del anfiteatro así como la necesidad de mantener a su lado a un hombre de su calibre. Se pasó la lengua por los suyos. Manuel era un hombre bonachón, es más, respondía alarmantemente a ese estereotipo. Regordete, los coloretes de serie, ojos azules, poco pelo además alborotado, un puñado de pecas salpicando sus mejillas, tan sólo hacía falta buscarle las líneas del molde. Sí, su jefe era uno de esos gigantes que pronunciaban algunas ges como kas. Decidió guardar el cuaderno antes de cubrirlo de ceniza. Mañana sería un día grande.

La reacción fue más allá de lo que había esperado. El cilindro humeante se desprendió de su boca, quejándose en ascuas desprendidas.

—¡Frank! ¡Frank! ¡Ven aquí, rápido!— no tenía sentido reprimirlo desbordaba de asombro, Benardo habría jurado que lo abrazaría de tener más confianza. Se oyó el martilleo de los pasos sobre la escalera metálica y no tardó en aparecer su hermano. Ambos eran socios, pero Francisco, más delgado y callado, prefería confiar a Manuel las funciones exhortativas—. ¡Mira lo que nos ha traído el muchacho! ¡Podemos dar por salvado el negocio durante una buena temporada!

Pasó de buen grado los planos a un Frank acelerado y sus ojos vidriosos volcaron su sol negro sobre Bernardo.

—¡Maknífico! Muchacho, después de esto puedes contar con el puesto fijo asegurado— y una sonrisa acompañó a la mano conciliadora, sobre su hombro.

Pero lo había hecho. A decir verdad, pensándolo fríamente, sólo tenía evidencias del defecto al pronunciar esa palabra. En un hombre con escaso vocabulario un detalle tal puede resultar fatal. Y la dejaba caer con cierto dramatismo, permitiéndola acariciarle el umbral del paladar, deslizándola suave y sugestivamente por sus labios. Podía verlos a cámara lenta, el rozar del aire entre incisivos al paso de la efe. Pero el daño ya estaba hecho. Ahora no cabía duda alguna: iba a matar a ese cabrón.

Aparcó el coche dos manzanas más allá, quería antes sentir la brisa fresca perfilando sus facciones. Calles desiertas y los ladridos lejanos de un perro era cuanto le ofrecía la ciudad a un espectador. Notaba, sin embargo, cierto temor. Todas esas moradas, albergando a seres durmientes. Vulnerables, afirman su confianza sobre una pared de ladrillo. Unos sobre otros, dantescas pilas de nichos repletas de vivos, y muertos en demasía. Un intento funesto por desgarrar el cielo y deleitadas las nubes negras bañadas en un tenue resplandor. Aquella noche la luna cortaba, el filo del párpado que portara y negara la luz. Y entretanto, el número veintitrés frente a sí.

Un golpe y la puerta cedió. Bernardo se regocijaba en la monotonía de sus pasos, la muerte subía lenta, cansada, inexorable, envuelta en un halo de tabaco. Y un hacha, a falta de guadaña, que se estampó sobre una puerta del tercero. Una y otra vez, las astillas pasaban peligrosamente cerca de los ojos de la muerte. La oscura silueta de la víctima fue el motor de la patada que acabó con los restos del obstáculo. La respiración acelerada, blandiendo su hoja, veía los cuadros pasar. Y al doblar una esquina, el cordero aterrorizado no tan indefenso. Y el verdugo tan ciego, tan excitado, siguió acercándose exponiéndose a una muerte ganadera, un estremecimiento en el abdomen. Un golpe brutal, extático, hizo saltar la sangre. En el suelo, una pierna en el estómago, Bernardo pudo arrancar la hoja del amasijo de carne sanguinolenta que había sido el rostro de Manuel. Para su disgusto aquellos ojos no vertían el azul una vez reventados. Un par de hachazos más permitirían hurgarle en las entrañas. Y un sollozo, una presencia desesperada que al ser vista se abalanzó contra la misma muerte. El crujido de una vértebra a raíz de una patada y había acabado el festín para ella. Un dolor agudo al agacharse y un calor en el muslo, estaba realmente erecto, baba espesa le caía por la barbilla. Dispuesto a colmar su sed y alcanzar el clímax, hundió sus manos en las tripas del hombre. Las removió, las saboreó, las masticó. Caería muerto de placer en cualquier momento. Se incorporó de súbito y descargó innumerables hachazos sobre el maltrecho cuerpo para hundir nuevamente la cabeza entre las vísceras aún calientes.

A la mujer le procedería de otro modo. Le acariciaría, retorcería el cuello con sus propias manos hasta separarlo de la cabeza. Le arrancaría la piel de su vientre a mordiscos y se comería el fruto del matrimonio todavía inmaculado. Pero de rodillas, con los senos entre sus piernas, apenas alcanzó a desgarrarle el camisón y la orgía de sangre se nubló. Entonces era el dolor mucho mayor, y sus manos agarraron la empuñadura del jamonero que asomaba de su abdomen.

Descargó sus palmas sobre el charco de sangre y soltó una sonora carcajada.

Maknífico.

Fue cuanto articuló antes de desplomarse.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

joer, he de decir que no es de lo mejor que he leido aqui, no porque sea malo sino porque no me gustan ese tipo de relatos. que mal fario carajo, jeje

Leralion dijo...

Fue un experimento de su tiempo. Ya actualizaré rápido para quitarlo de portada, no te preocupes. No sea que me quede sin los lectores habituales.

Anónimo dijo...

Mooooooooooooooola :-D

Leralion dijo...

Tú sí que sabes, Gu.

Sveret dijo...

Imito a Gu.

¡Ya era hora que alguien colgara otra historia de sangre y vísceras!