sábado, marzo 10, 2007

La piel fría.

La mascota había iniciado una tonada de ascendencia remotamente balinesa, una melodía que sería inútil describir, una música que rehuiría cualquier pentagrama. ¿Cuántos humanos habrían escuchado aquella canción? ¿Cuántos seres humanos, desde los inicios de los tiempos, desde que el hombre es hombre, habrían tenido el privilegio de escuchar esa música? ¿Solamente Batís Caffó y yo? ¿Todos aquellos que en algún momento se han enfrentado a la última batalla? Era un himno espantoso y era un salmo bárbaro, y era bello en su malicia ingenua, muy bello. Tocaba todo el espectro de nuestros sentimientos, con la precisión de un bisturí; los mezclaba, los alteraba y los negaba tres veces. La música se emancipaba de la intérprete. Cantaban cuerdas vocales que la naturaleza había creado para expresarse en profundidades abismales, la mascota sentada con las piernas cruzadas, tan ausente de la escena como Batís, como los monstruos, que no aparecían. Sólo un hombre que nace o un hombre que muere puede estar tan solo como lo estuve yo aquella noche, en el faro.

La piel fría. Albert Sánchez Piñol.

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